Conferencia dictada por Julián Marías dentro del ciclo «Lirismo y prosaísmo en la vida personal y en la historia» (1999-2000).
Como condición, precisamente, de esta dualidad que venimos examinando entre lirismo y prosaísmo, yo creo que tiene una importancia muy grande la atención.
Nos encontramos en un mundo lleno de cosas con las cuales vivimos, con las cuales hacemos nuestra vida. Y, en todo caso, en la medida precisamente en que somos pasivos, en que tenemos que contar con las cosas que nos rodean —de las cuales nos servimos para vivir, para realizar las operaciones vitales—, hay algo que es decisivo y que condiciona el sentido de esa realidad con la cual nos encontramos: la actitud que tenemos ante ella. Por lo pronto, la atención.
Yo creo —cada vez lo creo más— que la atención tiene una importancia desmesurada en la vida. Muchas veces he pensado que la memoria depende, en alguna medida, de las neuronas; pero depende quizá más todavía de la atención. Cuando atendemos a las cosas, cuando nos fijamos en ellas… Fíjense que la palabra fijarse es muy expresiva: cuando nos fijamos, se fijan en nosotros; las retenemos. La memoria, en gran parte, es el resultado de la atención.
¿Atención a qué? A todo: atención a la vida. Hay mucha gente que resbala por la vida y entonces se le va borrando a medida que va pasando. En cambio, cuando se atiende, se retiene; y además la realidad con la que nos encontramos adquiere un relieve determinado.
Hay una actitud que consiste en atender; y esto, yo diría, en ejercer presión sobre la realidad. Es evidente que podemos oprimir o no la realidad. Y al ejercer presión, hacemos que esa realidad despierte, adquiera un relieve que por sí misma no tiene. La realidad adquiere relieve cuando proyectamos sobre ella nuestros proyectos.
Estos proyectos son múltiples; y además, en ningún sentido, están dados. Quiero decir: no es que haya un repertorio de proyectos ya dado. Esos proyectos van apareciendo, se van formando, se van alumbrando. Y entonces esto constituye un sistema de presiones que ejercemos sobre la realidad.
Es decir: la realidad tiene un papel muy concreto, el papel de un incentivo. Las cosas reales son incentivos que nos estimulan justamente a proyectar nuestros proyectos. Y entonces adquieren las cosas un carácter, diríamos, dramático: adquieren el relieve de algo que se va convirtiendo en nuestro mundo.
Recuerden ustedes la famosa expresión original en que Ortega formula, en dos palabras, el núcleo de su filosofía, en el año 1914: “Yo soy yo y mi circunstancia”. Y no olviden lo que añade: “Y si no la salvo a ella, no me salvo yo”.
Circunstancia es todo lo que me rodea. Esto es capital: todo lo que me rodea. Y no solo el mundo físico. Es circunstancia mía mi cuerpo —con el cual estoy siempre, que me acompaña siempre, que lo encuentro, que me rodea—; y mi psique también: el repertorio de mis rasgos psíquicos, de mis facultades, de sus contenidos. Y más allá: la realidad presente o lejana, o ausente, o latente; hasta el extremo: toda la realidad posible. Dios, si existe, en la medida en que lo encuentro de alguna manera, forma parte de mi circunstancia.
Todo eso es la circunstancia. Y sobre esa circunstancia yo proyecto mis proyectos. Y entonces hago con ella algo distinto, que es mundo: no es simplemente una inerte circunstancia que me rodea. No: no es solo eso. Justamente mis proyectos humanizan la circunstancia, la personalizan; le dan un carácter dramático, que es el correlato de quien soy yo.
Esta es la situación. Pero, naturalmente, esto depende de una actitud personal. Por eso hablaba de presión. Yo ejerzo presión con mis proyectos: al proyectarme sobre las cosas las despierto, las articulo.
No olviden ustedes que la realidad es constantemente interpretada. Cuando yo hablo de interpretación, no me refiero solamente a la interpretación intelectual: me refiero primariamente a la interpretación vital. Mis actos vitales interpretan las cosas.
Yo me he sentado hace un momento en esta butaca: he interpretado este mueble como una butaca al sentarme. Ni siquiera lo he pensado. No es una interpretación intelectual. (O subyace, porque he tenido trato con muchas butacas, porque se supone que me siento en ella.) Pero la interpretación consiste en el acto vital de sentarse.
Si yo bebo un vaso de agua, interpreto el agua como bebida. Si me echo al agua para bañarme o para nadar, estoy interpretando el agua de otra manera. Si la utilizo para apagar el fuego, es una interpretación enteramente distinta. Responde a proyectos varios, a proyectos distintos.
Como ven ustedes, por tanto, las interpretaciones vitales —y las intelectuales son una parte, una forma particular de interpretaciones— consisten en comprender, en entender; pero esas interpretaciones son múltiples. Y pueden ser verdaderas: no se excluyen.
Yo puse hace muchos años un ejemplo: ¿qué es una manzana? Alguien dirá: “Es una fruta”. Alguien dirá: “No: es un fruto”, que no es lo mismo. Alguien dirá: “Es un alimento”. Otro dirá: “Es una mercancía que se compra y se vende”. Alguien dirá: “No: es un arma, un proyectil, si se la tiro a la cabeza a alguien”. Si es Eva la que la ofrece a Adán, es una tentación.
Todo eso es una manzana. Todo eso, y más cosas.
El error de las interpretaciones consiste en añadir “y nada más”: “La manzana es eso… y nada más”. La manzana es eso que he dicho, y otras cosas más, y otras posibles interpretaciones.
Hay interpretaciones falsas: interpretaciones que la realidad rechaza. Son falsas porque no se pueden. Es evidente, por ejemplo, que yo no puedo interpretar una nube como un vehículo: la realidad lo rechaza. Yo no puedo navegar en una nube. En un avión, sí; pero una nube, no.
Pero hay, por tanto, un repertorio de interpretaciones posibles, verdaderas, parciales, todas ellas, que no se excluyen ni agotan la realidad. Este es el doble carácter de las interpretaciones.
Por eso, evidentemente, puede haber teorías, puede haber doctrinas sobre ciertas realidades: dispares, distintas. Pueden ser verdaderas con tal de que no sean excluyentes; con tal de que no se suponga “es… y nada más”. Este es el error.
Pero pueden ser conciliables. Entre diversas interpretaciones, se permite comprender, o se permite utilizar, o se permite manejar la realidad. Ninguna basta, ni siquiera su conjunto, porque puede haber más: siempre es algo abierto.
Pues bien: cuando el hombre vive frente a su circunstancia en esa actitud proyectiva, personalizadora, humanizadora, interpretativa; cuando pone a la realidad en conexión con sus proyectos —y estos proyectos pueden ser enormemente ricos, o muy pobres, pero pueden ser enormemente ricos—, entonces esa realidad empieza a tomar sentido.
El sentido es, diríamos, la respuesta de la realidad a mi presión sobre ella, a mis proyectos.
Tomen ustedes un ejemplo completamente trivial y al alcance de la mano. Ustedes pueden ir por la calle, por una ciudad cualquiera, sin atender a nada: van simplemente a donde van y no miran, no se detienen en nada. Pero pueden hacer lo contrario: supongan que van fijándose en cada cosa, atendiendo a cada cosa, dándole su valor.
Entonces resulta que, a lo mejor, una ciudad anodina, o un barrio sin interés, gris, más bien feo, en un día nublado, si ustedes lo oprimen con los ojos, con la atención, empieza automáticamente a adquirir sentido. Empiezan ustedes a ver que tiene interés. ¿Por qué? Porque al proyectarme sobre ello estoy introduciendo un elemento de imaginación.
La interpretación es siempre imaginativa. Y entonces doy a la realidad una dimensión de irrealidad: la que corresponde precisamente a los proyectos. Las cosas están ahí; son lo que son; son datos; están dadas. Pero los proyectos no están dados; las interpretaciones tampoco.
Si yo intervengo con mis proyectos, entonces empiezo a darles sentido, a darles una función en mi vida. Y esa función es múltiple, en principio inagotable: no se acaba.
Y esto rodea a la realidad como de una especie de orla de lirismo. Ustedes piensen que la realidad es interesante, paradójicamente, si yo me intereso por ella: en la medida en que yo me intereso por ella, en la medida en que me pongo en ella, la realidad se convierte en correlato de mí mismo, de mis proyectos, de esa realidad mía personal que es esencialmente irreal.
La persona es realidad e irrealidad: la irrealidad está incluida justamente en esa realidad que somos.
Y entonces, precisamente en esa articulación conmigo —y por tanto con mi presión, con mi atención, con mi interés—, consiste el que la realidad empiece a tomar sentido por todas partes: a ser algo que no se acaba, que no se agota; que es también real e irreal. Los proyectos y las interpretaciones son la irrealidad que se añade a eso real dado que, en principio, es inerte.
Esto es justamente lo que da una realidad de lirismo: la introducción de los proyectos humanos; la humanización de la circunstancia; la personalización.
Porque esa humanización no es una humanización abstracta. No es simplemente que el mundo sea mundo de alguien: es el mío. La palabra mundo no quiere decir un conjunto de cosas. La palabra mundo quiere decir mi mundo, el mundo de alguien. Si no hay alguien, no hay mundo. ¿Cómo se puede llamar “mundo” a eso?
Ustedes imaginen, por ejemplo, la realidad física, la realidad cósmica: ¿es eso mundo? No: no es mundo. Será un conjunto de realidades físicas. El mundo es mundo de alguien.
Como no hay paisaje sin alguien. La realidad física no es paisaje: el paisaje depende de mí. El paisaje es paisaje para mí. El paisaje es la realidad física, cósmica, cuando yo la veo desde una cierta perspectiva imaginativa; cuando introduzco precisamente la irrealidad en su realidad, en su nuda realidad, que no basta.
Ven ustedes cómo, en definitiva, el lirismo se produce justamente cuando me introduzco yo en esa realidad que, en principio, es inerte; que no significa nada, porque significa para mí.
Esto justamente determina la transformación de lo real.
Fíjense ustedes, por ejemplo, en la riqueza que tiene la realidad cuando se ensayan sobre ella las incontables posibilidades. En cambio, pónganse ustedes en el punto de vista distinto: el punto de vista de la falta de presión sobre la realidad. Esa actitud tan frecuente —enormemente frecuente— en la cual caemos todos, al menos parcialmente, en nuestra vida: resbalar sobre la realidad, no atender a ella.
Hay un problema muy claro: ¿qué sabemos de la realidad? Si a uno se le pregunta, por ejemplo, por algo que sea el contorno habitual de nuestra vida, y se le pregunta cómo es, qué es aquello, a lo mejor nos quedamos perplejos: no sabemos qué decir. Porque no hemos reparado. Lo hemos usado sin verlo; por lo menos, sin imaginarlo, sin revivirlo, sin interpretarlo.
Entonces queda un repertorio de cosas mudas, que no dicen nada. Y esto es justamente el prosaísmo.
Hay muchas gentes, muchas vidas, que transcurren precisamente en un prosaísmo total porque no sienten interés por la realidad circunstante. No reparan en ella, no la oprimen con los ojos, con los oídos, o con cualquier manera de atención; y entonces pasan por delante con una especie de indiferencia y la realidad queda muda: no dice nada, no expresa nada.
Piensen ustedes, por ejemplo, en la actitud utilitaria: el utilitarismo. Es una actitud bastante frecuente en la vida, pero además es una doctrina. Yo pienso en el utilitarismo como doctrina: filosóficamente es muy pobre; realmente es muy poca cosa, poco atractivo, y sin embargo ha tenido una influencia —y la sigue teniendo—.
El utilitarismo domina la visión de lo real que tiene gran parte de la humanidad. Y es, justamente, una visión prosaica de la realidad. Las cosas están ahí; son cosas; tienen una función, una posibilidad; se pueden utilizar.
Comer es lo más elemental. He dicho comer: es tan elemental. El hombre se puede definir de muchas maneras; una de ellas sería: animal cocinero. Es tan importante. Todos los animales comen: comen lo que hay, comen lo que encuentran. El hombre no. El hombre no se come lo que hay: el hombre guisa. Esto es asombroso.
Ahí está todo lo humano, ahí está la civilización. El hombre que tiene hambre no se come lo que tiene delante: lo guisa. Por ejemplo, espera que el asado esté a punto; aguanta su hambre hasta que ha guisado. Esa actitud de no comer todavía… ahí está lo humano, ahí está la civilización.
La definición del hombre como animal cocinero es lícita y es muy valiosa. No es la única, por supuesto: no termina ahí la historia. Es una interpretación de las muchas posibles. Pero es válida, y es sumamente importante.
Esto es lo mismo.
Es evidente que el hombre evita el frío o el calor excesivo. ¿Cómo? Metiéndose en una cueva; poniéndose a la sombra de un árbol; metiéndose en el agua. Sí. Pero no termina ahí la historia, porque lo que hace, a veces, es hacer una choza, o un palacio, o una catedral; o encender fuego; o crear técnicas complejísimas.
Y vivimos en este mundo actual, que es una transformación de la circunstancia, precisamente porque escapamos a lo inmediato, a lo puramente utilitario, porque imaginamos lo que no existe.
El hombre que quiere cruzar un río entra en el río. Si el río es ancho, no puede cruzar. Puede cortar un árbol, lanzar el tronco, y usar ese tronco como puente; y pasar al otro lado. Pero si el río es grande, tampoco puede, porque el árbol no llega a la otra orilla.
Entonces puede desprender enteramente el tronco de sus raíces y hacerlo flotar, imaginando la embarcación: la embarcación más elemental. Y entonces navega, que es algo completamente distinto de nadar o de pasar por un puente.
Como ven ustedes, ahí nace la técnica humana: la técnica que puede llegar a la extrema complejidad de nuestra época, pero que es obra de imaginación. Se trata de imaginar lo que no existe. No existe el puente; no existe la embarcación. Las imagino mediante un acto creador: proyectando mis proyectos, imaginándome en una situación que no existe y que, en principio, no puede existir.
Les pongo ejemplos absolutamente elementales y toscos justamente porque son los más próximos, los más inmediatos: comer, abrigarse, guarecerse del frío, del calor o de la lluvia; cruzar un agua que nos limita el paso, que nos corta el paso.
Todo lo demás viene después.
Entonces se encuentran ustedes con que, si esto no se hace, el mundo es una realidad prosaica, no expresiva, no imaginativa, que no dice nada.
Y esto puede acontecer en cada vida individual. Es evidente que cada vida individual tiene una dosis de lirismo —en este sentido— por estas causas, y una dosis de prosaísmo. En general, la vida de todos nosotros tiene porciones de las dos cosas.
Si ustedes repasan cómo ven la realidad, verán qué porciones de la realidad ven ustedes con imaginación, con proyectos, con lirismo, y cuáles ven de un modo prosaico: como algo inerte, simplemente ateniéndose a lo que está ahí, a los datos; a las cosas dadas, que están dadas.
Los proyectos no están dados. Las interpretaciones tampoco.
Como ven ustedes, lo esencial es el elemento de irrealidad introducido en lo real: eso es lo humano. Todo lo que es natural está ahí: es. Lo humano es y no es: es real e irreal. Y esa irrealidad, esa envolvente irreal, es el estímulo del arte, de la literatura, que consiste en añadir realidades que no existen a las que existen, apoyándose en ellas, naturalmente, partiendo de ellas.
El músico, el flautista, sopla en una caña. Naturalmente: si no tiene caña, no puede hacer música. Pero la música se añade. La música no es la caña, ni está en la caña.
Y así sucesivamente: el que cuenta un cuento, el que inventa una historia, el que hace un poema, parte de lo real, parte de lo que encuentra dado; parte de ese instrumento ya imaginativo que es la lengua, que es la palabra, y forja una historia. Se habla de ficción: ficción es lo fingido, lo imaginado, lo proyectivo.
Y les decía a ustedes que esta alternancia entre lo prosaico y lo lírico, lo imaginativo, afecta al contenido de cada vida singular. Pero también a las sociedades. Hay sociedades dominadas por el lirismo, o dominadas, por el contrario, por el prosaísmo.
Y no es algo fijo. No es algo que pertenezca de un modo constante a una sociedad: hay fases. Se puede pasar por fases de predominio de lirismo o de predominio de prosaísmo. El mismo país, el mismo grupo humano, puede pasar por fases enteramente distintas.
El problema sería: ¿por qué? ¿Por qué ocurre esto? Tal vez porque esto lo inician algunas personas individuales con una cierta capacidad creadora. Tal vez porque haya un peso de la realidad tal como es.
Piensen ustedes en nuestra época: hay un problema. En un sentido, el hombre está rodeado de realidades que no son reales… Bueno: ahora se habla de realidad virtual, es decir, de realidad que consiste temáticamente en irrealidad. Pero, por otra parte, hay una saturación de cosas. Estamos rodeados de cosas.
Esto ha producido una tremenda complicación de la vida. Se traduce, por ejemplo, en que venir aquí nos ha costado a todos bastante esfuerzo, porque el tráfico es espantoso y se tarda mucho en ir a cualquier parte. Resulta que la vida actualmente está demasiado llena.
¿Llena de qué? Llena de cosas.
Y nos quedan pocos intersticios para imaginar, para crear, para introducir esos elementos irreales que son justamente los que le dan un sentido lírico a la realidad. Lo que le da sentido es muy posible que esa impresión del atasco que tenemos en las calles ahora tenga una repercusión en la vida misma: la vida misma, que está llena de cosas.
El problema del tiempo, por ejemplo: ¿en qué se invierte el tiempo? Se invierte en hacer cosas; operaciones utilitarias, operaciones que sirven simplemente para que funcione el mecanismo de la vida. Con una sujeción, precisamente, a una serie de mecanismos que tenemos que poner en marcha, que actuar. Casi todas las operaciones del hombre actual emplean aparatos: casi todo.
Ustedes piensen que el hombre ha estado durante toda su historia, en definitiva, exento: no rodeado de aparatos, sino de cosas familiares; las cosas de la naturaleza —los árboles, el paisaje—, o los muebles de una casa, en general casi vacía, con muy pocas cosas, con muy pocos muebles: apenas nada.
Y entonces ese vacío, ese espacio vacío, lo tenía que llenar el hombre con imaginación. No olviden esto, porque la situación es paradójica: a fuerza de imaginar, a fuerza de ser creativo, el hombre ha producido las técnicas y ha producido un mundo imaginario.
Ustedes piensen, por ejemplo, cómo el hombre vive actualmente de ficción. Lee, lee y lee, en gran proporción, historias imaginadas. Va al cine. Ve la televisión, que presenta, en definitiva, sucesos inexistentes, dramáticos; hasta el punto de que lo que estamos viendo en la televisión —y por eso podemos soportarla— tiene un carácter de irrealidad.
La televisión nos sirve todos los días horas de atrocidades que no podríamos soportar si las tomáramos en serio. En general no las tomamos. Sabemos que sí, que es verdad, que está aconteciendo, a veces ahora mismo; pero como la televisión suele dar historias ficticias, casi todo es historia ficticia, eso destiñe sobre lo real que estamos viendo. No acabamos de tomarlo en serio, aunque sepamos que es cierto.
Una parte de nosotros sabe que es verdad y que está aconteciendo; otra parte lo aloja en ese mundo de la ficción que no hay que tomar en serio. Por eso resulta soportable.
Pero la aglomeración de los elementos cuyo origen es la imaginación —la irrealidad, la ficción— produce tal condensación, tal densidad, de lo que podemos llamar impactos de la vida humana, que produce una cierta asfixia: un cierto prosaísmo que nos envuelve también.
Es curioso: tenemos a veces un prosaísmo engendrado por la imaginación, por la creación. Lo que normalmente es creación de lirismo.
La vida humana es muy compleja. Lo siento: yo no la he inventado, pero es así.
Y entonces nos encontramos con que la vida de cada uno de nosotros está constantemente, en cada instante, decidiendo, eligiendo, optando por una posibilidad o por otra. ¿Qué proporción de prosaísmo tiene nuestra vida?
Dirán ustedes: depende del ambiente en que nos movemos; depende de la sociedad; depende de la época en que vivimos, que no podemos elegir. Sí. Y depende también de nosotros.
Depende, justamente, de que ejerzamos o no esa presión; de que nos libremos, seamos capaces de librarnos, de la sensación inmensa de cosas que nos oprimen por todas partes; de que busquemos un resquicio de espacio libre para imaginar; de que dispongamos por lo menos de una porción de nuestro tiempo.
¿En qué se invierte el tiempo? La mayor parte del tiempo de los hombres actuales viene ya dado por la imposición de las circunstancias. Tiene que hacer una serie de cosas; la jornada de casi todos está ya predeterminada. Y resulta entonces que falta el hueco, diríamos, para el tiempo imaginario: el tiempo libre; el tiempo, en definitiva, en el cual se aloja el posible lirismo de nuestras vidas.
Y resulta una situación curiosa: cuando, por un azar, por el cambio de los días, por la división del tiempo, por lo que nos corresponde… cuando por casualidad tenemos tiempo, no tenemos nada para el tiempo. Decimos: “No tengo tiempo para nada”, y cuando tenemos tiempo nos encontramos a veces con la situación paradójica de que no tenemos nada para el tiempo.
Y entonces sobreviene el aburrimiento, que es la forma más intensa y más perniciosa de prosaísmo.
Esta es la situación frecuente: una vida demasiado cuadriculada, demasiado predeterminada.
Por eso yo digo muchas veces que el azar es el gran liberador. El azar irrumpe en nuestra vida, interviene en nuestros proyectos, nos restituye a la esencial inseguridad de la vida. Adviertan ustedes que la vida es inseguridad, queramos o no.
Pero el hombre actual tiene pasión por la seguridad. Es la pasión más fuerte que tiene el hombre. La pasión por la seguridad del hombre actual explica dos tercios de la realidad de nuestro mundo: desde la organización social y política hasta la esperanza —o la falta de esperanza— en otra vida, porque es insegura y el hombre quiere seguridad.
Y lo único que puede ser seguro sería la nada.
Esta es la situación.
Como ven ustedes, por tanto, en una época que podría ser de un extremado lirismo, por la posibilidad inmensa de recursos —piensen ustedes, por ejemplo, en el tesoro imaginativo y lírico que representa la cultura: el pensamiento filosófico, la literatura, el arte, la música, el espectáculo—, a última hora, a fuerza de condensación, de exceso, hay como una especie de asfixia de la capacidad imaginativa. Y eso, justamente, engendra ese prosaísmo que culmina en el aburrimiento.
Como acabo de decir, esa situación depende de las circunstancias, depende de la época. Sí. Y depende de nosotros. Quiero decir: el hombre, a pesar de todo, siempre es libre. Tal vez tenga poca libertad, pero es libre.
Mientras el hombre elige entre sus posibilidades —por pocas que sean— ejerce el acto de libertad. Y en la medida en que se ejerce el acto de libertad brota el lirismo: brota el interés, brota el dramatismo de la vida; esa irrealidad que nos hace trasladarnos a un mundo del cual no somos autores, pero sí somos coautores, porque hemos introducido en él esa imaginación.
Y es lo único que nos puede realmente interesar.
Seguiremos —si podemos— el año que viene.
[Aplausos]