Conferencia dictada por Julián Marías dentro del ciclo «Lirismo y prosaísmo en la vida personal y en la historia» (1999-2000).
La plenitud de la limitación, he puesto como subtítulo, es una frase que —como les diré— procede de Unamuno.
La vida humana es cotidiana. Hay un verso francés que lo dice como queja: “Quotidienne est la vie” (cotidiana es la vida). A mí me parece muy interesante que la vida sea cotidiana. La vida es cada día; se vuelve a empezar. La unidad elemental de la vida es el día.
No se le da la importancia que tiene al hecho de que la vida esté interrumpida por el sueño: en principio, todos los días la vida termina cada día y vuelve a empezar. Cada día hay un momento en que se amanece, en que uno se despierta al mundo, a una cierta forma de mundo. Y hay un momento, por la noche, cuando se duerme —o se dispone a dormir, a intentarlo por lo menos—, en que uno hace el balance del día. Uno se despierta a algo que varía; se despierta a alguien; a algunas personas. Se despide de estas personas o de otras: “Hasta mañana”.
Es decir: la estructura que tiene la vida humana es absoluta. Ustedes imaginen que la vida fuera continua: sería enteramente distinta. Que la vida fuera algo en continuidad, que no hubiera interrupción de la noche, que no hubiera interrupción del sueño, que no se volviera a empezar: sería enteramente distinta. Y, aparte de los motivos de fatiga fisiológica y psíquica, que evidentemente sería muy difícil de soportar, la vida tendría una estructura continua enteramente diferente.
Yo creo que es esencial que la vida empiece y termine —provisionalmente termine— con la esperanza de no haber acabado, de volver a empezar.
Esto lleva a la consecuencia de que cada día tiene un proyecto. Hay que hacer un proyecto cuando uno se despierta: tiene un proyecto determinado. Y cuando uno se dispone a descansar o a dormir, hace un balance: ¿qué ha sido de este día? ¿Se ha logrado o no? ¿Ha sido fructuoso o estéril? ¿Ha tenido una decepción?
Ese balance es muy importante. Tengo la impresión de que no suele hacerse, o se hace muy poco. La mayor parte de la gente no parte de un proyecto, con una esperanza, con una ilusión; no hace ese balance cotidiano, ese balance final de cada día que, en definitiva, es un balance de resultados, diríamos, y al mismo tiempo un juicio: un juicio sobre el día, tal vez con propósito de enmienda.
Es evidente que si fuéramos atentos a la estructura real de la vida —incluso a esta microestructura de la vida, que es cada día—, la vida sería probablemente más intensa y verosímilmente más perfecta. Porque lo curioso es que se vive con un grado mayor o menor de desatención, de desatención que se convierte en algo de lo cual hablaremos el próximo martes, precisamente. Pero es importante.
Además hay un hecho que es capital: la vida es limitada. Sabemos que tenemos que morir, evidentemente. Es un horizonte que tenemos al fondo, sí, pero no sabemos cuándo: mors certa, hora incerta. No sabemos cuándo. Y, por tanto, mañana, posiblemente…
Justamente, el que la vida sea cotidiana tiene un efecto capital: finge una ilusión de eternidad. Porque lo que hacemos todos los días, pues pensamos que no hay por qué no seguir haciéndolo. Fíjense ustedes que en francés se dice, a veces, “todos los días, siempre”. Sabemos que no es así, pero como no sabemos cuándo, no sabemos cuántos días nos quedan.
Piensen ustedes que cuando se es viejo no es que se sepa cuántos días le quedan a uno, pero en definitiva tiene la impresión de que no muchos. Por lo menos, a veces viene a la mente la idea, no digo del número —el número no se sabe—, pero del orden de magnitud.
Yo me acuerdo, hace ya bastantes años, cuando todavía no podía hacer estas cuentas —no tenían sentido—, yo pensaba en lo que es la agenda. La agenda es un poco la traducción de la cotidianidad de la vida: se anotan las cosas de cada día. Y yo pensaba: ¿cuántas agendas va a usar uno? No se sabe tampoco. Pero es evidente que si alguien le regalara un paquete de agendas de los años futuros, se quedaría sorprendido: “Estas no las voy a usar; estoy seguro de que no voy a usarlas”. Tal vez la primera; tal vez dos o tres o cuatro, no sé; pero en cierto momento: “Estas ya no”.
Supongan ustedes que nos regalaran una colección de agendas del siglo XXI: evidentemente estaríamos seguros de que muchas de ellas iban a quedar en blanco.
Pero es capital, precisamente, esa posibilidad de que lo que se hace un día y otro día y otro día… se siga haciendo; y, por tanto, podemos hacernos un poco la ilusión de la eternidad. Aunque sabemos que no es así. Sabemos que, en definitiva, se trata de los días contados, pero no sabemos la cuenta.
Esto es lo que me parece fundamental. Pero insisto: lo que creo que es esencial es el carácter proyectivo de cada día. Es decir: proyectar cada día, poder hacer el balance, tener una impresión de plenitud, de satisfacción, o de frustración, de decepción, de fracaso.
Cuando uno se despierta, se despierta a la felicidad, a una cierta forma de felicidad; o a la infelicidad. Evidentemente también cabe despertarse a la infelicidad. Uno se encuentra cada mañana con la felicidad o con la infelicidad, o con una combinación de las dos cosas. Tal vez se despierta uno a la infelicidad con alguna esperanza de tener algún fragmento, algún islote de felicidad que llega o no llega. Y entonces se tiene esa satisfacción, o esa decepción que renueva, que acentúa la infelicidad. O a la inversa: si se despierta uno a la felicidad, puede haber nubarrones; puede haber también decepciones, dolores, tal vez inesperados, frustraciones.
Y casi siempre son de cosas que parecen no tener importancia exterior: es una visita que no llega, es una carta que llega o que no llega, es una llamada por teléfono, es un gesto de una persona que nos deprime o nos anima. De eso se hace la vida. Esto es fundamental.
Pero esto es general: vale para todas las personas. Y es posible en cualquier forma de vida. Es posible que esta vida, esta vida cotidiana, se haga con atención, con ese tipo de anticipación del día entero, de balance; y entonces adquiere sentido. Porque lo fundamental es que la vida es argumental.
Y si la vida tiene argumento —y tiene que tener argumento cada día—, entonces adquiere ese carácter dramático, ese carácter proyectivo que permite la ilusión; que permite, precisamente, que cada día tenga un valor y no sea un día cualquiera. Esta es una posibilidad. La otra posibilidad, de la cual hablaremos el martes próximo… pero, de momento, esto es capital.
Yo insisto mucho en que esto, si se realiza de una manera adecuada, da una impresión de plenitud. Yo recuerdo la expresión “la plenitud de la limitación”: la emplea Unamuno en uno de sus libros más extraordinarios, Paz en la guerra.
En Paz en la guerra hace una descripción de la tertulia que se reúne todas las tardes o las noches en la chocolatería de Pedro Antonio, el chocolatero de Bilbao. Es una descripción verdaderamente admirable. Van llegando los contertulios, media docena de personas, todos los días. Describe cómo van llegando. No los describe a ellos: describe lo que hacen. Cómo se quita uno la capa, cómo el otro se sienta; describe lo que hacen, lo que dicen en cada momento. Y va creando precisamente el ambiente de lo que hacen estas personas, que van a hablar. Y Pedro Antonio, el chocolatero, está en su casa, vive esto.
Esta tertulia es cotidiana, naturalmente: de todos los días. Y él se siente arropado por ella, se siente, en definitiva, feliz. Dice que siente la plenitud de su limitación, porque justamente, por vivirlo de esta manera —por vivir, diríamos, auténticamente—, no en abstracto, no de un modo puramente rutinario, sino en concreto, gozando del momento, gozando de cada momento; contando con los gestos, con las palabras de los contertulios, en aquel ambiente, en la chocolatería, en la trastienda de la chocolatería… justamente esto le da sentido. Y él se siente como el pez en el agua.
Es una vida vulgar, un día como cualquiera, una vida modesta. No hay nada de particular. Pero justamente esa es la plenitud de la limitación.
Todos saben que van a morir. Todos saben que la vida es limitada, que los días son contados, pero no sabemos la cuenta. Esto es fundamental.
Y hay, en definitiva, ese proyecto de cada día: pasar ese rato, esperar la llegada de la hora de la tertulia, y después despedirse: “Hasta mañana”, hasta el día siguiente.
Es interesante, por ejemplo, el tipo de operaciones de cada día. Nos levantamos: hay unas operaciones de aseo. El hombre invierte bastante tiempo —y bastante quehacer— en el aseo, sobre todo en ciertas formas de vida, en algunas épocas y en algunos lugares. No mucho en otros, pero en algunos sí. ¿Por qué? ¿Qué sentido tiene? Evidentemente, el que uno piensa que es alguien, no cualquiera; que se va a ver y, sobre todo, a ser visto; que tiene que estar de cierto modo. Y hace una serie de operaciones que son cotidianas, que se hacen cada día, que no son forzosamente rutinarias: la rutina es el gran peligro.
Después hace lo que va a hacer: por ejemplo, el trabajo cotidiano. Puede ser cualquiera, puede tener cualquier nivel. Se puede hacer algo que puede no ser ni muy importante ni muy remunerador ni muy creador. Pero si se hace como algo propio, como algo que es el menester de cada uno, de cada día… eso tiene interés, tiene valor, y eso da sentido a la vida.
Ustedes imaginen que hablamos del sentido de la vida. La vida tiene un sentido general, sí; pero no tiene sentido general si no tiene sentido en cada momento, en cada detalle, en cada día.
Es decir: la importancia de que la vida cotidiana tenga sentido, tenga proyecto, tenga expectativa, deseo y pretensión de felicidad —que se frustra o no—, lo cual introduce un cierto dramatismo en cada jornada. Esto es enormemente importante.
Y esto, si ustedes miran, es, diríamos, como la moneda menuda de la felicidad. La felicidad, a grandes rasgos, evidentemente uno siente que la vida en conjunto es feliz o infeliz, o más o menos feliz, con un grado determinado. Pero esa felicidad se compone de la felicidad de cada día.
Y, evidentemente, hay que hacerla: hay que proyectarla, hay que imaginarla. Depende —adviertan ustedes— no tanto de lo que pase, de lo que ocurra, sino de cómo se imagina, de cómo se anticipa, de cómo se saborea, de cómo se hacen las últimas cuentas a cada día. Esto es lo capital.
Es decir: cuando hablamos de lo cotidiano, hay que concentrar la atención en el proceso diario, en el proceso de cada día.
Y naturalmente lo que pasa es que cada día excede de sí mismo. Ustedes piensen que cuando pensamos en cada día, pensamos en un día que es parte de un proyecto general: actuamos desde el proyecto general.
El problema está en esto: que si alguien, por ejemplo, tiene un proyecto… Tomen ustedes un ejemplo particularmente claro: el ambicioso. El ambicioso tiene un proyecto general. Hay una fórmula española muy curiosa: se dice “llegar”. La gente que quiere llegar… es un poco triste. Ya Cervantes decía que es mejor el camino que la posada. ¿Llegar a qué? Pero, evidentemente, el ambicioso suele llegar arrollando cada día, pasando por encima, viviendo de mala manera, viviendo sin atención, sin cuidado, sin interés, cada jornada.
¿Y llega a qué? Al final, llega a la muerte. Claro. Pero eso ya no tiene mucha gracia.
Fíjense ustedes: es como una especie de aplastamiento de la cotidianidad. Es evidente que el que está obseso por un fin, por algo que quiere conseguir, vive descuidadamente; vive como provisionalmente y descuidadamente cada jornada.
Sería interesante ver cómo los ambiciosos —que hay muchos, por cierto— no viven con cuidado cada día, y no son capaces de gozar de cada día: de gozar o de sufrir, de vivir como tal vida personal. Esto es absolutamente importante.
En definitiva, diríamos que, por mirar a un término lejano, pasan por encima de todo lo cotidiano, de todo lo que es el detalle concreto en que consiste la vida. Nuestra vida consiste justamente en cada uno de los días que vivimos, en lo que podemos tener en cada uno de ellos, en lo que esperamos de cada uno de ellos. Son cuentas que no suelen hacerse.
Y entonces, fíjense ustedes, desde el punto de vista de este curso: la vida, incluso la vida más modesta, la vida más normal y más corriente, que no tenga nada de particular, puede estar llena de lirismo porque está llena de imaginación, de anticipación, de proyección; en definitiva, de ilusión.
Mientras que si esto falta, desaparece todo ese carácter que es justamente la totalidad de la vida. ¿En nombre de qué? En nombre de cosas abstractas, de cosas aisladas. O bien —y esta es la segunda parte— en nombre de una especie de desinterés.
Es curioso que, en gran parte, la vida humana consiste… Hay un fenómeno capital, en el cual yo insisto muchas veces: la atención. Creo firmemente —alguna vez lo he dicho— que la memoria, por ejemplo, evidentemente dependerá de las neuronas (yo no lo dudo: tiene una base fisiológica, claro), pero fundamentalmente la memoria depende de la atención.
Cuando vivimos con atención, esa vida se va fijando, se conserva. Si resbalamos sobre la vida, si no atendemos a ella, va pasando, se va olvidando, no deja huella. A lo mejor deja una huella en las neuronas, es posible, pero no una huella biográfica.
Si, en cambio, vivimos con atención, recordamos: recordamos cantidad de cosas, recordamos casi todo, porque lo hemos vivido atentamente, con verdadera atención.
Pues bien: esa atención no tiene solamente el resultado muy claro y bastante importante de la memoria, porque naturalmente se vive desde el depósito de la memoria: de la memoria individual y de la memoria colectiva, de la memoria histórica, por ejemplo.
Es evidente que la proyección depende de esto. Es evidente que una persona que tiene una larga memoria —insisto: personal o histórica— tiene una capacidad de proyección, de imaginación del futuro, de anticipación del futuro, incluso de un futuro lejano.
Los pueblos que no tienen memoria, que tienen una memoria muy limitada —parece que el caso máximo son los aborígenes australianos; parece que tienen una memoria muy corta—, no pueden proyectar más allá de una semana o dos. El horizonte de proyección es muy corto.
Si ustedes comparan con un país occidental, en que el hombre tiene una memoria individual bastante amplia, bastante minuciosa y detallada (con grandes diferencias), y una memoria histórica, la capacidad de proyección es incomparablemente mayor: a larga distancia, hacia un futuro bastante lejano.
Que puede entrar en crisis, por razones no biológicas, no fisiológicas, sino históricas. Es evidente que un pueblo puede volverse, diríamos, históricamente miope y no mirar hacia lejos, sino solamente al porvenir muy próximo.
Hay también diferentes periodicidades: la periodización de la vida. Es interesante el hecho, por ejemplo, de la semana. Siempre me ha interesado la semana: que cada siete días tengan sus nombres —lunes, martes, miércoles…—. Se viviría también de un modo distinto sin semanas.
Hay los meses. Hay las estaciones del año, que en nuestros países son muy sensibles. En los países tropicales casi no hay estaciones: hay muy poca diferencia de una a otra. Es agradable, en un sentido, pero yo lo echaría de menos. Si yo viviera en un país sin estaciones, echaría de menos el cambio, la rotación de las estaciones.
Hay el cambio anual: no pasa nada el día 1 de enero; no pasa nada particular: es un día como cualquiera. Sí. Pero hay la conciencia de que cambia algo, de que empieza algo nuevo. Y entonces se prepara uno a una cierta anticipación. Se dice “Año nuevo, vida nueva”; luego la vida no es nueva y el 5 de enero ya se hace lo mismo que antes, pero hay tres o cuatro días en que uno tiene la impresión de estar estrenando año.
Ahora vamos a estrenar siglo y, dentro de otro año, milenio. Imaginen ustedes: no va a pasar nada particular, y va a haber una continuidad, por supuesto. Pero hay la anticipación: esa articulación del tiempo que naturalmente está…
Ustedes piensen, por ejemplo, que todos los pueblos conocidos han tenido calendarios. Es una cosa, diríamos, superflua, no necesaria, y sin embargo es de una generalidad abrumadora. Es decir: el hombre ha querido contar el tiempo, dividirlo, articularlo, introducir un cierto orden que evidentemente sirve para la proyección.
Hay, naturalmente, las edades. Las edades de la vida: que son cronológicas, biológicas, sí, pero fundamentalmente son biográficas, son vitales, y cambian. Nuestra época ha cambiado esto de un modo extraordinario.
Esa expresión que los periódicos todavía usan: “Un anciano de 60 años ha sido atropellado por un automóvil”… Nadie se siente anciano ni ve como ancianos a los de 60 años. Pero hasta hace muy poco tiempo esto se decía; se sigue como un cliché desgastado, pero todavía la frase circula.
Es decir: el mecanismo de la cotidianidad, que se articula en unidades mayores, procede de la cotidianidad. Es un fenómeno absolutamente importante.
Es evidente, por ejemplo, que es capital cuando se vive la vida cotidiana con esa intensidad que les digo, con esa fruición, en la medida de lo posible: hay una adhesión a la condición del hombre.
La condición es lo que uno es; la situación es cómo le va. Esa distinción no se hace en general, pero me parece capital.
Uno puede estar enormemente descontento de su situación —que puede ser muy mala— y estar contento de lo que es: tener adhesión a lo que es.
Ustedes piensen, por ejemplo, en un hombre a quien las mujeres no le hacen caso. Está muy fastidiado, claro que duda cabe: está descontento de su situación precisamente porque adhiere a su condición de varón; porque eso le importa, y por eso justamente está descontento de su situación.
El que es pobre, el que está en mala situación económica, puede estar descontento de su situación, pero puede estar muy contento de lo que es: puede estar satisfecho y contento de lo que es, y sentir que eso que es está bien, y querer serlo.
Ese fenómeno tan grave y tan importante, que se produce en ciertas épocas, es bastante reciente: la proletarización. Es el descontento de la condición: el descontento de lo que se es. Se aplicó hace siglo y medio, casi dos siglos, a los obreros, por ejemplo, que no se sentían proletarios: no lo eran. Es evidente que en el siglo XVI estaban descontentos de su situación —tenían impuestos, ganaban poco, trabajaban mucho, yo qué sé—, pero estaban encantados de lo que eran.
En el siglo XVII español, curioso, se ve en toda la literatura: la gente popular, la gente de la plebe, está encantada de lo que es; y además tienen conciencia de estar mejor —con más gracia— que los “suyos”, como se llamaban las clases superiores. Tienen mucha más vida. Hay ese fenómeno que es la inversa del snobismo.
El snobismo es justamente la imitación de las clases superiores por las inferiores. En España había el popularismo, que era lo contrario: la imitación de las clases populares por las clases superiores, incluso por la aristocracia. Es el fenómeno contrario. Tiene también un lado malo, evidentemente, pero tenía un valor: eso es característico. ¿Por qué? Porque estaban contentos de su condición. No querían ser como los “suyos”; querían seguir siendo lo que eran: pueblo, sí, pero querían vivir mejor, ganar más, trabajar menos, tener menos impuestos, lo que fuera.
Y claro: cabe la proletarización de cualquier grupo social. Se ha producido en los militares, en los nobles, en los curas: en cualquier grupo social puede sentirse proletarización si no está contento de su condición.
Ocurre incluso —en el caso extremo— hasta en los sexos. Es evidente que hay movimientos en que no están contentos de su condición de varón o de mujer. Sí: eso es mucho más grave que todo lo demás.
Pues bien: esto tiene sus raíces, claro, en el planteamiento, en el tratamiento de la vida cotidiana. En la dosis, diríamos, que pueda caber en la vida cotidiana, de lirismo, de ilusión, de proyección.
Ustedes imaginen lo que significa el lirismo aplicado precisamente a la vida cotidiana: quiere decir que a todos los detalles de la vida… Ustedes piensen que la vida de cada día esté envuelta, diríamos, en esta atmósfera lírica, en esta atmósfera de ilusión, de proyección, de dramatismo, de posibilidad de error o de fracaso o de dolor, que interrumpe, pero que evidentemente da interés a esas formas de vida, o de felicidad.
Es curioso cómo se desatiende a la felicidad que dan las cosas pequeñas. Las cosas que objetivamente, externamente, tienen muy poco interés, muy poca importancia. Pero si hacemos bien las cuentas, vemos que la felicidad depende primariamente de ellas.
Hagan ustedes un poco la cuenta: digan, bueno, en la última semana, ¿qué me ha pasado de bueno o de malo? (Digo una semana para asegurarme de la memoria: no les digo un año.) Y verán ustedes cómo esa semana ha sido feliz por unas cuantas minucias, sin importancia ninguna objetivamente, y casi da vergüenza retenerlas; o se nos ha amargado esa semana por otras pocas cosas, que tampoco merecen ni mencionarse, y sin embargo de esas ha dependido ese balance general de cada día o de los siete días de la semana.
Pues bien: ustedes piensen que de eso depende la totalidad de la vida.
Y por eso me gusta la expresión de Unamuno: la plenitud de la limitación. La vida humana es limitada, evidentemente: para todos es limitada. La persona que tenga una vida más brillante, más gloriosa, más potente, lo que sea, en definitiva es muy limitada: limitada en el tiempo, limitada en su alcance, limitada en sus capacidades.
Pero en esa limitación puede haber plenitud: puede ser algo saturado, puede ser algo pleno, puede ser algo que por ser pleno nos llena. O puede ser lo contrario.
Y, en definitiva —y esto es lo importante—, no depende tanto de lo exterior, de lo que pase, de los acontecimientos, de las cosas: depende fundamentalmente de la actitud, de la manera de vivir. Depende del grado de ilusión, de imaginación (la imaginación es absolutamente capital), del lirismo que pongamos en todo esto.
Si ustedes hacen la experiencia de recordar, si han tenido alguna época realmente mala, penosa, difícil… Los que tenemos mi edad no tenemos que buscar mucho: por ejemplo, el periodo de la guerra y de sus años siguientes tenía suficiente carácter negativo, penoso, difícil, peligroso, de escasez, de lo que quieran ustedes.
Sin embargo, si somos sinceros, recordaremos que ha habido momentos de felicidad en las circunstancias más penosas, más tremendas. Por ejemplo, cuando en Madrid había bombardeos y cañoneos diarios y frecuentes: cuando, después de descargar una batería, había unos minutos en que, hasta que volvieran a cargar, no iban a…; o cuando los aviones que habían bombardeado se alejaban y quedaba claro el aire. Se respiraba, y se tenía un momento de bastante felicidad.
Cuando se podía comer algo —por poco y malo que fuera—, había un momento de cierta plenitud. Y se esperaba, se anticipaba el placer de ese mínimo placer, que consistía en comer algo bastante malo y bastante escaso.
O el ver una persona que uno tenía ganas de ver; o que hacía sol y el cielo estaba azul. Yo siempre he pensado que la relativa escasez de suicidios en España se debe, en gran parte del tiempo, a eso: a lo mejor uno piensa tirarse por un balcón, pero luego mira y ve el cielo azul y el sol, y tal vez una muchacha bonita que pasa por la calle, y no se tira. Si el cielo está oscuro, con niebla, o con… no sé, a lo mejor se tira. En fin.
La vida se compone justamente de ese tipo de cosas: del detalle de cada día, casi de cada hora. Y esto es absolutamente fundamental. Y, repito, esto depende de nosotros en una proporción increíble. Es primariamente un problema de imaginación y atención: es decir, de anticipación de las cosas, de retención de ellas, de balance de cada día, de proyecto y balance de cada jornada.
Esto se puede hacer así, o se puede vivir de otra manera. El próximo martes vamos a examinar la otra cara: cómo la vida cotidiana se puede convertir en algo que consiste en prosaísmo, lo cual es bastante triste.
Hasta el martes.