Fragmento de conferencia dictada por Julián Marías dentro del ciclo «Lirismo y prosaísmo en la vida personal y en la historia» (1999-2000).
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Siempre me gusta volver a encontrarme con ustedes, con algunos cambios, pero hay siempre un núcleo que yo creo que lo encuentro siempre. Desde entonces, como saben ustedes, siempre hacemos cursos distintos; no he repetido nunca un curso. Pero este año es algo más: es un curso del cual yo creo que no se ha escrito ni se ha hablado nunca. Son dos palabras las que aparecen en el título: lirismo y prosaísmo, sobre las cuales yo creo que no se puede encontrar nada (por lo menos, que yo conozca). Y yo mismo no he hablado directamente: me he referido, naturalmente, a estas cuestiones en muchas ocasiones, pero nunca me he enfrentado con ellas de una manera de conjunto, más o menos sistemática.
Es evidente que la palabra lirismo y la palabra prosaísmo pueden hacer pensar en el verso y en la prosa, pero no tiene que ver absolutamente nada. Verso y prosa son dos manifestaciones literarias: son dos formas de literatura, dos formas de expresión. Y cabe, naturalmente, que haya poesía o que haya versos prosaicos, evidentemente no líricos; y es posible que en prosa haya cumbres del lirismo. No tiene que ver.
Prosaísmo y lirismo son otra cosa: son dos temples de la vida, dos actitudes vitales, dos formas de instalación en la vida. Y puede instalarse el hombre en una forma de vida que es lirismo, o bien en otra forma muy distinta —en cierto modo contrapuesta— que es prosaísmo. En definitiva, son dos formas generales de vivir que afectan, por lo pronto, a las personas: naturalmente afectan a cada persona, al individuo, pero afectan también a las sociedades en las cuales se hacen esas vidas personales. Y por eso tienen también una significación histórica.
Hay sociedades que viven en un ambiente de lirismo y otras en una situación de prosaísmo. Al decir “sociedades”, tampoco es de un modo permanente: se trata de formas históricas de cada sociedad. Es decir, hay épocas: épocas en las cuales hay un predominio del lirismo y otras épocas en las cuales el prosaísmo domina. Como ven ustedes, por tanto, es lo que sugiere el título de este curso: vamos a examinar el lirismo y el prosaísmo en las formas personales, en las formas de la vida de cada persona, de cada individuo, o bien en las formas históricas, en las diferentes sociedades.
En las cuales puede haber, evidentemente, una tendencia; puede haber una continuidad. Hay sociedades en las cuales hay una propensión —diríamos— al lirismo; otras, en cambio, tienen una aversión hacia el lirismo. Y, por otra parte, hay naturalmente el hecho de que hay épocas enteras… Al decir “épocas enteras”, no se puede hablar del mundo en su conjunto: es evidente. No sabemos bien —por lo menos, yo no tengo ni la menor idea— de qué puede pasar con estas instalaciones en la China o en la India o en los diferentes países africanos: ni idea. Por lo menos yo no la tengo, y dudo que nadie la tenga.
Pero en Europa, o incluso en Occidente, hay épocas en las cuales hay un predominio; hay fases que envuelven incluso a un grupo entero de países: los países de Europa, incluso ya desde la Edad Moderna; los países americanos, tan estrechamente vinculados a los europeos, en los cuales —con diferencias, naturalmente, que pueden ser considerables— hay sin embargo, durante un cierto tiempo, un predominio del lirismo o un predominio del prosaísmo.
Son, diríamos, posibilidades abiertas, realizadas. Naturalmente, todo lo humano admite grados: quiero decir que, cuando hablamos de lirismo y prosaísmo, hay que hablar de predominio, de tendencia predominante. No es posible que haya una vida cuyo contenido sea íntegramente lirismo o íntegramente prosaísmo; ni tampoco se puede aplicar a una sociedad o a una época histórica. Se trata de predominios. Hay, naturalmente, en toda vida ingredientes diferentes que componen su realidad compleja.
Sobre esto, repito: no conozco nada que se haya escrito. Por tanto, vamos a hacer un curso con una cierta dificultad: dificultad para mí; para ustedes, espero que no. Espero que resulte claro, pero para mí sí lo tiene: es un curso bastante difícil, que me ha llevado ya mucho tiempo el pensar en tratar de planteármelo.
Ustedes me han oído alguna vez dar la definición que doy yo de una conferencia. Digo que una conferencia es una improvisación bien preparada. Una conferencia tiene que nacer en un cierto momento, delante de unas personas que están ahí sentadas, enfrente del conferenciante. En definitiva, es algo que debe surgir y brotar en un cierto diálogo con el público que lo escucha. Por eso nunca he consentido dar una conferencia en un lugar en que se… Por ejemplo, un teatro con la sala oscura y el escenario iluminado: nunca he podido hacer esto. Yo no puedo hablar a la nada. Eso no tiene ningún sentido, ni a la oscuridad.
Hay que pensar largamente, hay que componer la figura intelectual que una cuestión planteada requiere, reclama. Y hay un cierto movimiento mental que se va desarrollando, que va examinando diferentes aspectos, diferentes parcelas. Ustedes tienen un programa, justamente, con un título que corresponde a cada una de las conferencias, y eso ya dibuja un poco lo que podemos llamar el argumento del curso.
Habrán visto ustedes que esta primera lección incluye dos palabras: la palabra lirismo y la palabra ilusión. Tienen de común que han sido dos conceptos apenas estudiados, sobre los cuales no se ha escrito nada.
Sobre ilusión, lo único que conozco que se ha escrito es el pequeño libro que publiqué hace exactamente quince años, en 1984: Breve tratado de la ilusión. En él digo precisamente que el deseo de ese libro me había acompañado unos veinte años: veinte años antes había tenido yo la voluntad de escribir un libro con ese título, exactamente con ese título. El título ha precedido mucho al libro, y no había podido hacerlo hasta ese momento, hasta hace quince años. Y, evidentemente, me lo sugirió un hecho: un hecho lingüístico, un hecho social, histórico, pero de contenido lingüístico, que aconteció en España en la época romántica.
La palabra ilusión es una palabra latina (illusio), derivada del verbo ludere, con el prefijo il-. En todas las lenguas —en latín, en español hasta entonces; en las demás lenguas hasta hoy— tiene un sentido negativo: es lo que es el engaño; a veces el sarcasmo, a veces la irrisión. Los escritores ascéticos hablaban, por ejemplo, de “las ilusiones del demonio”: es decir, los engaños del demonio. El demonio tienta al hombre, lo fascina y lo engaña, y eso es lo que llamaban “las ilusiones”.
Los giros de la lengua, en todas las lenguas que yo conozco, son puramente negativos. Se dice: “Eres un iluso”, “No te hagas ilusiones”, y se entiende que son engaños, son falsedades, son espejismos. Y esto, en español, también ocurría hasta 1830 aproximadamente.
Y, en ese momento, se produce un hecho semántico sumamente extraño: bastante inesperado, y que arranca de los poetas. Especialmente el primero que yo creo que lo hace es Espronceda; y después también aparece en Zorrilla; luego, enseguida, en los prosistas; y muy pronto se generaliza al uso coloquial, a la lengua coloquial. Y aparece un sentido casi inverso: el sentido positivo que tiene la palabra ilusión cuando se dice “estoy ilusionado”, “vivo ilusionado”, “tengo ilusión por una persona, por un viaje, por una empresa, por una obra”. Es un sentido completamente distinto del que tenía hasta entonces, y del que tiene en las demás lenguas.
El antiguo sentido persiste, pero hoy es más propio, más fuerte, el sentido positivo en español que el otro. En las demás lenguas que yo conozco —en francés, en inglés, en alemán, en italiano— tiene el sentido negativo únicamente. He visto algunos ejemplos del sentido positivo en portugués, pero es a causa de mi versión, de mi interpretación: en traducciones de libros míos han usado la palabra en forma portuguesa con el sentido positivo; y en algunos comentarios lo han usado autores brasileños ya precisamente en ese sentido. Con lo cual tengo esperanza de que quizá en portugués ocurra como en español ocurrió hace siglo y medio, y que el portugués adquiera el sentido positivo —que me parece maravilloso— de la palabra ilusión.
En este breve libro me esforcé por entender qué es ilusión, qué quiere decir esto, cuál es ilusión en este sentido positivo, y lo examiné. Por lo pronto, tropecé con la dificultad que se da en las demás lenguas para traducir la palabra española ilusión en sentido positivo: no hay una palabra equivalente. Hay muchas palabras que son difícilmente traducibles, que son propias de una lengua. Eso ocurre sobre todo con palabras que designan formas de vida o formas sociales características de un país. Por ejemplo: la palabra hidalgo. ¿Cómo traducimos hidalgo? Pues no… ¿Cómo dicen ustedes hidalgo en francés, o en inglés, o en alemán? A veces se conserva la palabra española. Como la palabra inglesa gentleman es también difícil de traducir: hay una traducción, digamos, a caballero, pero no es lo mismo. Gentleman es algo distinto de lo que es la forma caballero.
En francés se dice gentilhomme: tampoco es “gentil hombre”; es otra cosa. Es difícil de traducir. Y el nombre del título francés homme de compagnie también es difícil de traducir. Cuando algo responde a una contextura social, a una estructura social, a una escala de valoraciones o de conductas, eso queda ligado a una lengua, a un país, probablemente a una época, y no se puede transmigrar fácilmente de una a otra.
Pues bien: con la palabra ilusión ha ocurrido algo parecido. El sentido nuevo que tiene en español desde 1830 o treinta y tantos no se puede traducir más que mediante una perífrasis. Y ahí, entonces, al ver las perífrasis, se puede ver qué recursos usan otras lenguas para expresar, pero evidentemente, lo que decimos cuando hablamos de ilusión.
Es algo que tiene que ver con la expectativa. La ilusión apunta al futuro; apunta a esa condición que llamo yo desde hace muchos años, pero que está ya en el diccionario de la Academia en la última edición: futurizando, el adjetivo futurizando, “proyectado hacia el futuro”.
No es futuro, no es futuro, porque es presente. Ustedes son presentes: están aquí, realmente, en este momento, pero están proyectados hacia el futuro. Están anticipando el futuro, vertidos hacia él: hacia el final de esta conferencia, que quizá desean vivamente; lo que van a hacer esta noche, lo que van a hacer mañana, o dentro de quince años, o dentro de cuarenta o cincuenta. Es decir: la vida humana es algo que está proyectado hacia el futuro, orientado hacia el futuro.
Pues bien: esto es característico de la ilusión. La ilusión corresponde a esa condición. La ilusión tiene un carácter de anticipación, de versión hacia el futuro: hacia un futuro incierto, inseguro, que no se sabe si será. Por eso hablo de versión hacia el futuro, y no del futuro. Tiene un carácter, además, de deseo: ahí hay otro componente. Es algo que se desea; se desea, justamente, y se anticipa. Es un deseo, diríamos, activo; un deseo dinámico, que está proyectado.
Si ustedes dicen “tengo ilusión por un viaje”, viaje que van a hacer, es que lo anticipan, lo imaginan, lo desean al mismo tiempo. Hay un elemento de inseguridad también; hay un elemento de temporalidad; pero una temporalidad, naturalmente: la versión al futuro es temporal, pero es una forma de temporalidad que persiste, que tiene perduración. Es algo que puede durar, que va a durar.
Y, sin embargo, todo eso se mueve en el horizonte propio de la vida humana, que es la mortalidad. La vida humana es “los días contados”, aunque no sepamos la cuenta. La muerte es segura, aunque es inseguro cuándo acontecerá: mors certa, hora incerta, decían los romanos. La muerte es cierta; la hora es incierta. Ese elemento acompaña precisamente a esa actitud desiderativa, anticipatoria, vertida hacia el futuro, en un tiempo que perdura, que va a durar, pero que tiene un cierto horizonte: un horizonte cambiante, un horizonte que está al fondo, que es la muerte.
Estos son factores esenciales, factores capitales, de eso que llamamos la ilusión.
Esto tiene una consecuencia: cuando hablamos de ilusión, hablamos de realidades imperfectas, en el sentido literal, etimológico, de la palabra; es decir: realidades inacabadas. Es algo que no está acabado, que está incompleto: imperfecto. Es algo, por tanto, que se está haciendo, que va a acontecer, que va a seguir aconteciendo… ¿hasta cuándo? No se sabe. Y, por consiguiente, hay una situación de una temporalidad finita, pero indefinida. Son rasgos capitales, son rasgos esenciales.
Y eso está sustentado por el deseo, por ese deseo proyectivo: ese deseo de algo que puede acontecer, que se espera con inseguridad, en una realidad inacabada, inconclusa. Son rasgos, diríamos, formales de la ilusión, que son curiosamente los más profundos y más propios de la vida humana.
Pero, si descendemos a algo más preciso, más concreto, si pensamos en los contenidos de la ilusión, encontramos muchas cosas. Es algo muy rico, que traté de analizar en ese breve libro.
Por lo pronto, hay una cierta tensión: la ilusión significa tensión. Cuando estamos ilusionados, nuestra vida se pone tensa, justamente por ese deseo expectante, ese deseo proyectado hacia el futuro y expectante.
Y, en el caso de la vida humana, hay un ejemplo máximo de tensión, que es justamente una de las formas máximas de ilusión: la tensión sexuada. La condición sexuada —que no es “sexual”—. En español disponemos, por fortuna, de dos palabras: sexual y sexuado. Lo sexual es una operación, una actividad de la vida humana sumamente importante, y no humana: de la vida animal y hasta vegetal; el sexo pertenece a muchas plantas, a la mayor parte.
Pero la condición sexuada es la condición de varón y mujer, de ser varón o ser mujer. Ahora bien: ser varón quiere decir estar proyectado hacia la mujer, estar referido a la mujer; ser mujer quiere decir estar referida al varón. Es decir: cada forma de vida humana se proyecta hacia la otra; está vuelta hacia la otra, vertida hacia la otra. Y eso establece una tensión constante, una tensión permanente, que es la propia de la vida humana. Si la vida humana fuera asexual —iba a decir—, o no hubiera más que un sexo, entonces no sería sexual: es una dualidad. Naturalmente, es una dualidad con una contraposición referida, justamente, que no separa, sino que al revés une. Y esa es la forma capital de tensión, y es una de las formas capitales, sin duda ninguna, de la ilusión.
Pero hay toda una serie de relaciones y de referencias que tienen un carácter, o la posibilidad, de la ilusión. Es evidente, por ejemplo, que hay la ilusión de los padres y los hijos —más de los padres hacia los hijos que a la inversa—. No tiene por qué ser simétrica: la ilusión no es simétrica; casi nada es simétrico en la vida humana.
O la de los abuelos y los nietos, que también es importante. Es la ilusión que se siente por los amigos. La ilusión, por ejemplo, del maestro y los discípulos: si no hay un cierto elemento de ilusión, no funciona esa función docente, la función de la enseñanza. Si no hay un elemento de ilusión, no funciona.
Uno de los grandes problemas de la educación en nuestro tiempo —que es bastante lamentable, en conjunto— es un problema capital. Yo creo que el enorme número de estudiantes que hay en el mundo, que exige un número enorme de profesores, de maestros… Hay además una superstición: la superstición de que las clases tienen que ser muy pequeñas; eso que llaman “la ratio profesor-estudiante”. Yo no sé en este momento… Esto no es que yo sea un maestro ni ustedes discípulos, pero algo tiene que ver con esto que estamos haciendo. Y son ustedes muchos, y no veo ningún inconveniente.
No creo que, si el enorme, inmenso número de estudiantes de todos los niveles en todo el mundo —o por lo menos en todo el mundo occidental— tiene la consecuencia de que hace falta un inmenso número de profesores… Competentes: no es seguro. Pero es posible. Vocación: ah, esto ya es más difícil. Ser profesor es algo que funciona si hay vocación. Si el ser profesor se convierte en una profesión simplemente retribuida, mejor o peor, pero aceptablemente, es posible que un gran número de profesores se dediquen a ella como podían dedicarse a otra; que sean competentes, incluso. Es también posible que tengan vocación; que tengan vocación, que tengan ilusión, que la puedan suscitar en los discípulos. Todo esto es más que problemático.
Contaban de un viejo catedrático de derecho, de principios de siglo, que decía: “La profesión de catedrático es buena, es agradable, está bien… si no fuera por esa horita”. Pues bien: es evidente que no tenía ilusión por su profesión de catedrático, por lo menos lo decía. Esa falta, ese elemento, es capital.
Y, evidentemente, la ilusión del conocimiento: la ciencia se ha creado a fuerza de ilusión. Yo tengo temores de que, por ejemplo, los investigadores actuales tengan ilusión. Quizá es difícil, porque además se ha parcelado de tal manera… Es evidente que ha llegado, por ejemplo, la especialización a tal extremo, que ya no… En otras épocas ha habido hombres, digamos, universales, que conocían o se interesaban por el conjunto de las disciplinas intelectuales. Esto ya no es posible.
Pero ya ni siquiera se puede abarcar una disciplina científica, sino una pequeña parcela de ella, sobre la cual se sabe mucho. Pero es menos probable tener ilusión por ello. Se puede tener, pero digo: es menos probable. A mí no me sorprendería que hubiera una crisis de vocaciones científicas; no me sorprendería, a pesar de que se acumula el saber en las disciplinas científicas, se acumula, y además se dispone de recursos incomparables con los de otra época cualquiera. Y eso hace que marchen, que avancen y que se desarrollen las disciplinas científicas y la técnica que nace de ellas, por supuesto, de un modo único, incomparable con ningún otro.
Pero la vocación creadora, la vocación que ha hecho que se cree la ciencia —especialmente entre los griegos, luego en el Renacimiento y en el siglo XIX principalmente—… ¿Esto va a ser posible? ¿Va a continuar? Lo dejo en suspenso, pero tengo inquietud. Me parece inquietante.
Es decir: como ven ustedes, se puede tener ilusión por innumerables cosas. Se puede tener ilusión a condición de que se den esas condiciones, diríamos, formales o estructurales: la anticipación, el carácter incompleto, el carácter imperfecto, la versión hacia el futuro. Todo eso es fundamental.
Pero esto quiere decir que esto no se reduce a la realidad. He empleado toda una serie de palabras, toda una serie de conceptos, cuyo denominador común es su irrealidad, empezando por el futuro. El futuro no es: será. Ah, pero es futuro de la anticipación. No sabemos si será: es inseguro, es absolutamente inseguro. Pero da la casualidad de que la persona —el hombre en cuanto persona— es real, claro que sí; pero es irreal. Hay un elemento de irrealidad absolutamente constitutivo de la persona humana. La persona humana se mueve en el ámbito de lo irreal: de lo imaginativo, de lo que se anticipa, de lo que es inseguro, absolutamente; de lo que no está acabado precisamente. La vida humana nunca está acabada… hasta cuando… solamente la muerte.
Como ven ustedes, está ligada la ilusión al elemento de la irrealidad. Lo que es solamente real, lo que es íntegramente real, no permite ilusión.
Pues bien: creo que este concepto de ilusión es quizá el único que nos puede servir de guía y de orientación para entender esa forma de vivir, esa instalación en la vida, que llamamos lirismo. Justamente, el lirismo es una actitud vital que ve la realidad humana como algo no acabado, como algo inconcluso, como proyecto; como algo que se imagina, como algo que se espera, que es siempre más.
Hace unos años, en un libro llamado Persona, yo tuve una especie de sentencia: ser persona es poder ser más. Esto es característico: el poder ser más es la condición de la persona. Pero poder ser más… más de lo que se es. Es decir: más de la realidad.
La vida humana, la ilusión, el lirismo son formas de realidad que no se contentan con la realidad, que son más que la realidad. Y, por tanto, es absolutamente necesario el ingrediente de irrealidad.
Y en la vida personal hay formas que se dan por no terminadas, que no están acabadas, que no están completas; y hay formas históricas en las cuales esta vivencia es común, es general, se participa de ella: cuando se vive en una sociedad y en una época determinada, son las épocas en que cabe el lirismo. Si no se dan estas condiciones, no lo hay.
Es decir: hay un elemento, diríamos, de deseo, un elemento de aspiración. El lirismo consiste en desear algo que no es real, por lo pronto, que quizá no lo será nunca, a lo cual se aspira. Es decir: consiste, por tanto, en vivir en la realidad, por supuesto —y somos reales—, pero no solo en la realidad. Hay un plus, un esencial plus, que no existe, repito, insisto en ello: que no existe, pero con el cual se hace la vida.
Con lo cual nos encontramos con una situación realmente paradójica.
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