Conferencia dictada por Julián Marías dentro del ciclo «Lirismo y prosaísmo en la vida personal y en la historia» (1999-2000).
La visión de la mujer desde el clima del lirismo. Recuerdan ustedes cómo decía yo que la fuente principal del lirismo en la vida humana —especialmente en los países de nuestro ámbito cultural; en otros, demasiado distintos y demasiado difíciles de conocer, no me atrevería—, pero en todos los países de tradición occidental, desde los originarios de Grecia y Roma hasta los actuales de Occidente, la fuente principal del lirismo es justamente la proyección del varón hacia la mujer y de la mujer hacia el varón.
Recuerdan ustedes cómo les hablaba de la tensión que se produce entre los dos, de la actitud imaginativa, proyectiva: ser varón quiere decir estar referido a la mujer; ser mujer quiere decir estar referida al varón. Y esto crea, diríamos, lo que se puede llamar un campo magnético; un campo magnético que establece una tensión dinámica entre los dos sexos, entre las dos formas de vida humana.
Esto, evidentemente, es permanente. Hay otro tipo de lirismo, otros motivos de él, que son ocasionales, que ocupan ciertas dimensiones de la vida, ciertas porciones de ella. Esta tensión entre varón y mujer —que no es precisamente sexual, sino sexuada— no afecta a una sola dimensión de la vida, muy interesante, muy importante, pero que ni ocupa la vida en su integridad temporal ni es algo que afecte a todas las dimensiones de la vida. Es la condición sexual: la condición de ser varón o mujer; dos formas de instalación en la vida, dos formas de persona, de persona humana; algo que acompaña a la vida entera, durante toda su duración y en todas sus dimensiones.
Y esto es justamente lo que da el temple del lirismo a la vida humana. Puede fallar, porque nada humano es permanente, nada humano es seguro: hay procesos de personalización y de despersonalización, y puede haber crisis que afectan a esta dimensión —repito— permanente, constante y abarcadora de la vida.
El origen, en definitiva, de esa relación ha sido una actitud, por parte del varón respecto de la mujer, de entusiasmo. Si ustedes consideran la cultura occidental en su conjunto, verán ustedes, por ejemplo, cómo en la literatura, en la poesía, la novela, el teatro, la música, en otra dimensión distinta, en las artes plásticas, hay como una constante tensión, un constante homenaje, una constante versión del hombre hacia la mujer. Y digo del hombre hacia la mujer porque se ha expresado mucho más en forma masculina, en una perspectiva masculina; y, por ejemplo, la mayor parte de las obras literarias o artísticas han sido realizadas por varones y dirigidas a la mujer.
Esto no es pura casualidad; tampoco es posible que lo sea. Si ustedes miran, por ejemplo, la expresión de esa actitud, hay una cierta resistencia por parte de la mujer. Se puede pensar que es falta de dotes, o falta de desarrollo, o de cultivo de ellas; hay quizá algo más: hay probablemente un sentido de reserva, un sentido de no expresión de ciertos aspectos de la intimidad, que han sido mucho más cultivados y, probablemente, con más sentido.
Las cosas que pasan —y pasan mucho, quiero decir casi siempre— tienen alguna justificación, que a veces no la vemos clara, pero existe. Hay, por consiguiente, ese grado de tensión y, repito, el origen es una actitud de entusiasmo. Si ustedes consideran la cultura de Occidente en su conjunto, verán ustedes cómo hay una dedicación inmensa a la interpretación, a la expresión, a la formulación de la peculiaridad de la mujer, de la relación del hombre con ella, de lo que se espera de ella, etcétera. Esto ocupa un volumen absolutamente inmenso. No se podría encontrar ningún otro tema, ningún otro asunto, al cual se dedique una atención comparable.
Habría que llegar a nuestra época: habría que llegar al fútbol, quizá; una dedicación comparable se encuentre ahora solamente en el fútbol, en el deporte en general, en el fútbol muy particular. Lo cual me parece sumamente inquietante. Si ustedes consideran, por ejemplo, el tiempo que dedica la radio, o el tiempo que dedica la televisión, o el número de páginas que dedican los periódicos al deporte, repito, y muy especialmente al fútbol, encontrarán que no hay comparación con nada. Y tal vez el volumen que ha tenido la poesía lírica, y el teatro, y la novela, y la música, sumado todo eso en otras épocas, habría llegado a un volumen comparable al que se dedica ahora al deporte.
Pero evidentemente hay también la posibilidad de que haya una especie de ola de prosaísmo que cubra la relación habitual, centenaria o quizá milenaria, entre el varón y la mujer. ¿Por qué ocurre esto? ¿En qué medida ocurre? Hay varios factores que han intervenido en esto y que han llegado a una situación que hoy es de una cierta escasez de lirismo: hay una cierta dosis de prosaísmo.
Por una parte ha ocurrido el hecho de que ha invadido la consideración sexual sobre la sexuada. Ha habido una especie de reduccionismo de la relación entre varón y mujer a lo sexual. Pero lo sexual tiene varios caracteres. Primero: no es permanente. La vida sexual no se inicia con el nacimiento, suele atenuarse o incluso extinguirse con los años; ocupa solamente ciertos aspectos, ciertas dimensiones de la vida, y no otros. No tiene la universalidad y la permanencia total que tiene la condición sexual, la condición sexuada: ser varón o ser mujer en la forma de instalación en la vida, en ese tipo de persona.
Esto no ocurre, evidentemente, con lo sexual. Por otra parte, ese predominio de la consideración sexual —que hoy domina más que la realidad, en la expresión, en la formulación de las cosas— tiene una consecuencia: o se considera como la culminación de la vida, lo cual es falso, o bien se convierte en algo abstracto y, en definitiva, se produce un proceso de despersonalización.
Ahora bien, lo personal es justamente lo imaginativo, lo proyectivo; lo que provoca y utiliza como método, diríamos, la ilusión. Esto produce como un descenso de lirismo y una actitud, en cierta medida, de prosaísmo, que impregna la relación entre el varón y la mujer.
Hay además una actitud: cuando el entusiasmo —ese entusiasmo del que hablaba, que me parece capital— se entibia o desciende, se produce, por parte del varón, un afán de dominio: dominio sobre la mujer. Esto existe en algunas formas de historia, en algunas formas de cultura —o de incultura—: es dominante la idea del dominio del varón sobre la mujer, que queda resueltamente subordinada.
Pero resulta que esto, a veces, no es así; y entonces es posible, es muy frecuente, que el hombre compense con un afán de dominio, o con una creencia de ser dominador, de ser dueño. Esto ha predominado, sobre todo, en algunas épocas y en algunos lugares, más que en otros. Trata con esto de compensar la conciencia de ciertas deficiencias.
Es un factor muy importante en la vida humana: la satisfacción de uno mismo, de uno mismo individualmente o de uno mismo en cuanto grupo —condición, sexo, clase social o cualquier otro atributo—. Cuando se tiene descontento personal, un descontento íntimo, cuando no se está seguro de ser plenamente eso que se pretende ser, eso que se supone que se es, hay la tendencia a buscar ciertas compensaciones. Y entonces esto se ha producido, en cierto modo, en las relaciones entre varones y mujeres, con participación también de la mujer.
Esto es curioso. Diríamos: en la disminución del entusiasmo masculino por la mujer ha habido una cierta complicidad de la mujer también. Y, si se mira bien, el origen es sumamente parecido. Quiero decir que la mujer, que normalmente ha estado satisfecha de serlo —normalmente la mujer ha estado contenta de ser mujer; ha sabido qué era eso, qué quería decir, cuál era por tanto su función, su puesto en la historia y en la vida personal—, hay un momento en que esto falla: en que la mujer empieza a no estar clara respecto de sí misma, o en no estar contenta de ser mujer.
Y entonces, en definitiva, hay una actitud como de cierta irritación frente a ese entusiasmo que el hombre siente por ella. Yo creo que no hay nada que revele más lo que es la mujer que cuál es la reacción que tiene al entusiasmo del hombre. Cuando una mujer es verdaderamente mujer —cuando lo es y está instalada en esa condición—, evidentemente siente felicidad cuando siente el entusiasmo masculino, aunque no le interese en concreto, aunque no vaya a ir más allá de esto. Simplemente el sentir el entusiasmo ambiente, el entusiasmo en torno suyo, le da felicidad.
Pero hay casos en que esto no se da. Es extraño, sorprendente, pero ocurre. Y entonces más bien le produce una cierta irritación, un cierto malestar, el sentirse admirada, el sentir entusiasmo. Hay un momento también delicadísimo, yo creo, muy peligroso, en que la mujer no quiere ser deseable. Parece extraño, pero, si ustedes lo analizan con un poco de atención, verán que no es tan infrecuente.
Y entonces, evidentemente, cesa esa tensión de que hablaba antes, ese campo magnético de la vivencia, que es justamente la raíz capital, más constante, más permanente y más abarcadora del lirismo. Y entonces se produce una actitud, en cierto modo, de prosaísmo.
Ocurre a veces también que la mujer, en función de ese cierto descontento y de las justificaciones que tiene ese descontento —la mujer ha sido a veces tratada mal; se suele subrayar, llevamos un tiempo bastante largo en que se subraya el mal tratamiento que ha tenido la mujer en la historia—, no se tiene en cuenta ni se nombra siquiera ese trato de admiración y de entusiasmo, que ha sido mucho más grande, mucho más constante y mucho más abarcador y, sobre todo, mucho más importante.
Se da por supuesto que la mujer ha tenido una condición lamentable siempre, cuando la realidad es bien distinta. Ha tenido condición lamentable a veces; en general, ha tenido una situación privilegiada en un número enorme de casos.
La mujer, en vista de que reivindica sus derechos, reivindica sus capacidades, aspira a la realización de multitud de actividades que ha realizado o no, o más o menos, o en diferentes formas, esto la lleva a una actitud negativa y de descontento permanente. Por eso hablaba de complicidad. Pero claro: esto tiene la consecuencia de que altera la condición misma.
Yo tengo la impresión de que, en tiempos relativamente próximos —y no antes; no digo que no haya habido algunas épocas en las cuales se han producido fenómenos parecidos, pero no han sido generales—, hay una cierta confusión acerca de lo que es ser varón y ser mujer.
Tradicionalmente, los dos sexos han estado instalados en su condición: la han tomado como algo obvio, algo que está ahí; han creído que era natural o bien que era tradición, que era un fenómeno histórico, y lo han aceptado como tal. Y hay un momento —que se podría precisar, que ocurre en diferentes dimensiones de la vida, en diferentes países o lugares, con diferencias— en que empieza a no haber demasiada claridad: no hay una claridad plena acerca de lo que es ser varón y lo que es ser mujer; y, por supuesto, cuál es la relación justa, la relación adecuada, la relación, diríamos, normal entre ambos.
Y esto es, creo, un origen muy claro de prosaísmo. En lugar de proyectarse el uno hacia la otra, o la otra hacia el uno, y encontrar que la propia realidad se realiza justamente en esa relación, hay un comienzo de rivalidad, hay un comienzo de hostilidad: es decir, no se proyecta cada uno hacia el otro, sino más bien contra el otro. Y, repito, hay participación de ambos sexos en esta actitud: el fenómeno no es, o casi nunca es, unilateral.
Esto, evidentemente, produce una situación de cierto malestar. Se pierde el cultivo de la imaginación. No olviden ustedes que el lirismo es muy fundamentalmente imaginativo. Creo que les decía a ustedes —me parece que el otro día mencionaba yo— el hecho de haber dicho, en una conferencia que pronuncié hace algún tiempo en Roma, una expresión que emplea Cervantes a propósito del enamoramiento de don Quijote respecto de Dulcinea del Toboso —o Aldonza Lorenzo, como ustedes quieran—: la dama de sus pensamientos. Porque efectivamente el irreal amor de don Quijote se nutre de que piensa constantemente en la dama de sus pensamientos, en Dulcinea: la piensa constantemente, la imagina, la realiza mentalmente.
Y yo dije en esa conferencia que el hombre, normalmente, desea a la mujer; frecuentemente la quiere; pero no la piensa mucho: no es frecuente que la piense mucho. Y recuerdo —me parece que se lo dije a ustedes, y si lo dije perdonen que lo repita— que todas las señoras que estaban en la conferencia se acercaron a hablarme y a decirme que qué razón tenía y que esto era así. Es decir, que caí en la cuenta de que se sentían poco pensadas, escasamente pensadas: deseadas, queridas tal vez, probablemente en muchos casos, pero no muy pensadas; deficientemente pensadas. Y al oír esto lo echaban de menos; encontraban que efectivamente algo faltaba.
Esto, comprenden ustedes, tiene un valor extraordinario: es justamente la clave de ese lirismo ambiente, de ese lirismo envolvente, que engloba al varón y a la mujer en una relación que no tiene que tener ninguna particularidad concreta, sino que se justifica por sí misma. Es decir: el hombre en presencia de la mujer, o la mujer en presencia del hombre, bastan. Esto es suficiente. No necesitan hacer algo particular.
Los hombres necesitan, en general, hacer algo juntos. Las mujeres… la cuestión es más delicada: no es frecuente que necesiten hacer algo juntas. Más bien hay ciertas dificultades. Es curioso ese fenómeno, porque probablemente la mujer, en definitiva, si hace algo, es normalmente con un hombre o, en otro caso, con los hijos. La relación del varón con los hijos no es la misma, evidentemente: no hay paralelismo. Son dos relaciones muy profundas, muy importantes, pero diferentes. Todo en el varón y en la mujer es diferente; e incluso los fenómenos que son comunes o que parecen muy parecidos, si se miran bien, son bastante distintos: porque tienen otro sentido, porque entran en contextos diferentes.
Las mujeres entre sí no tienen frecuentemente mucho que hacer juntas y más bien aparecen, no sé, en relaciones de… a veces de rivalidad, a veces de independencia. La relación, por ejemplo, frecuente de camaradería que existe entre hombres —compañeros de trabajo, compañeros de milicia—, esto no es nada frecuente en las mujeres. Si ustedes miran bien, verán cómo hay amistades femeninas rigurosamente personales y no muy frecuentes y no siempre próximas. Lo que se da con normalidad, con perfecta normalidad en el hombre, no se da en la mujer: se dan otras cosas.
Yo creo que está por estudiar la tipología de las relaciones humanas en su detalle efectivo. Además, habría que distinguir, claro está, entre las edades. Es evidente que las edades tienen una importancia muy grande. Ustedes piensen, por ejemplo, la amistad entre niños, que evidentemente no es demasiado intensa. Cuando la gente dice: «¡Uy, somos amigos de la infancia! ¡Amigos íntimos!», no: porque el niño no tiene intimidad. Los amigos de infancia no son íntimos; son triviales: son de juegos, compañeros de juegos, no mucho más.
La intimidad aparece en la adolescencia. Los amigos íntimos se originan con gran frecuencia en la adolescencia, en la primera juventud. Eso sí. Y son los más frecuentes y más duraderos. Puede haber amigos íntimos a cualquier edad: no hay límite; se puede tener amigos íntimos hasta la vejez y se pueden adquirir amistades íntimas hasta la vejez. Pero las más frecuentes son las de adolescencia y primera juventud.
Y naturalmente no es lo mismo tampoco: la edad no significa lo mismo para el hombre y para la mujer; incluso hay razones fisiológicas que hacen que haya diferencias que en el hombre no se dan. Pero, en todo caso, biográficamente es muy diferente.
Comprenden ustedes que, si se quiere entender la vida humana, hay que acercarse a ella y a su detalle. Es frecuente que, cuando se produce esta especie de reivindicación de la mujer —de su independencia, de sus dotes, de sus capacidades, de sus derechos—, se produzca en el hombre, sobre todo si no está muy seguro de sí mismo, una actitud, en cierto modo, de temor.
Piensen ustedes que quizá, por primera vez en la historia, es bastante frecuente que el hombre tenga temor a la mujer. No temor a lo que el hombre ha tenido siempre —temor al enamorarse—: eso es gravísimo. El hombre siempre ha tenido un cierto temor —una ilusión, un arrobamiento, pero un temor también— a enamorarse, a quedar prendido, prendido y prendado. Ahora eso quizá es menos frecuente, menos frecuente, porque se ha producido una enorme simplificación de las relaciones. En cambio hay un cierto temor: temor a qué; temor a que la mujer tenga poder, o tenga independencia económica, o tenga capacidades que pueden ser superiores a las del hombre, que se siente en falta.
Hay un fenómeno que es cómico —es un poco ridículo—: al hombre vulgar español, por lo menos (no sé si a los demás; probablemente también), le producía una gran felicidad que su mujer le preguntara si una palabra se escribía con b o con v. Esto le daba conciencia de superioridad y lo tranquilizaba. Resulta que la mujer, frecuentemente ahora, sabe perfectamente si se escribe una palabra con b o con v, con g o con j; y el que tal vez no lo sabe es el hombre, porque además lee menos, probablemente. Y esto produce un malestar.
Claro: el hombre, cuando la mujer le hacía una pregunta bastante elemental, se sentía seguro; se sentía confirmado en una superioridad que probablemente no existía; pero podía existir, se podía suponer. Y esto ha producido una alteración de las relaciones que es prosaica.
Es evidente que, si el hombre tiene rivalidad con la mujer, o si le tiene temor, o si se siente en falta, inseguro de sí mismo, la relación pierde el lirismo, pierde entusiasmo; se convierte en algo prosaico; y lleva a realidades concretas que son económicas o de prestigio, o que son a veces incluso… a veces ocurre ahora con cierta frecuencia que hombres y mujeres trabajan en una misma empresa, del tipo que sea; hay una jerarquía reconocida. Se ha planteado muchas veces el problema: si una mujer tiene un puesto de mando y el hombre tiene una consideración inferior —menos sueldo, menos poder, menos títulos, lo que sea—, esto introduce un factor de prosaísmo que es muy grave.
Como ven ustedes, son fenómenos que corresponden a ciertas estructuras sociales, económicas, profesionales, que son recientes. En otros tiempos se planteaban desde otro punto de vista. Por ejemplo, cuando había una articulación en clases sociales muy acusada, la mujer podía ser de un linaje superior; otras veces ocurría lo contrario. Había la idea dominante de que el hombre podía fácilmente elevar a la mujer a una jerarquía social superior, fundándose en la belleza de la mujer: un hombre distinguido, un aristócrata, podía elevar a una mujer de clase inferior si era de gran belleza, si era atractiva. Había un ascenso normal y fácil. A la inversa era mucho más difícil; era más problemático; introducía malestar.
Como ven ustedes, son relaciones sumamente delicadas, porque afectan a lo más íntimo de la persona: a la idea que cada uno tiene de sí mismo.
Yo tengo la impresión de que esos fenómenos que acabo de enumerar —y casi de nombrar solamente, sin entrar mucho en ellos—, y que, repito, son recientes, se producen en cierto momento, en general en este siglo.
Ustedes piensen, por ejemplo, cómo ha parecido normal, en las democracias europeas modernas: ha parecido simplemente normal que el voto fuera exclusivamente masculino. Cuando se establecen las democracias, ya desde la Revolución francesa y posteriormente, votan los hombres, no votan las mujeres; y esto parecía normal. Ni se ocurría por qué.
Por muchas razones: una, por falta de interés; en fin, la cosa es tan reciente, en muchos países, que se puede recordar perfectamente. Cuando se planteó este problema en España, en la República, desde el año 31, recuerdo muy bien que la reacción habitual, frecuente, de las mujeres era: «¡Qué lata tener que votar! ¡Qué fastidio!». No tenían ningún interés. Algunas sí, pero una minoría muy exigua.
Y luego hubo oposición. Yo lo recuerdo muy bien. Hubo, por ejemplo, dos diputadas en las Cortes de la República de 1931: una, Clara Campoamor, partidaria del voto femenino; lo deseaba y lo propugnaba. Y otra, Victoria Kent, enemiga del voto femenino: no quería que hubiera voto femenino. ¿Por qué? Porque decía que las mujeres iban a votar lo que dijera el cura. Esta es la cuestión.
No se les ocurría —o no les parecía mal— que votaran lo que dijera el jefe del sindicato, por ejemplo, o de un partido político; pero les molestaba la idea de que pudieran votar lo que les aconsejara el cura. Al final se aprobó el voto femenino y desde las elecciones republicanas votó. Como saben ustedes, tampoco duró: desde el año 36 se acabó.
Pero esto parecía, repito, normal: parecía una obligación más o menos enojosa, más o menos penosa; no tenían interés.
Luego pasó lo mismo con el sufragio universal. Antes, en el siglo XIX, en la mayor parte de los países el voto era censitario: votaban los que pagaban impuestos o los que tenían algún título académico. Los demás no votaban. Esto hacía que el voto fuera, en cierto modo, más auténtico, porque votaban los que tenían ideas políticas, los que tenían alguna preocupación política y algún conocimiento de asuntos políticos. La mayor parte de la gente no tenía la menor idea; no sabían qué partidos había ni qué querían decir ni qué valor tenían. Votaban, y esto lo suplía el caciquismo: el cacique local les decía lo que debían votar a cambio de servicios, favores, a veces soborno.
Poco a poco se fue formando un interés político, una voluntad política; se empezó a distinguir entre partidos, ideologías, programas. Se fue formando una conciencia política democrática más o menos perfecta, más o menos intensa, más o menos alerta. Esto empezó, naturalmente, mucho más en las ciudades grandes que en las pequeñas o en los pueblos.
Entre los obreros, por ejemplo, el interés político empezó en los del gremio de imprenta, los impresores, porque leían: leían por oficio. Muchas gentes no leían nunca libros ni periódicos; pero los profesionales de la imprenta sí, naturalmente, porque era su trabajo. Leían los textos que componían, y leían otras cosas. Y ahí se organizó precisamente el movimiento político, el interés político.
En las mujeres esto tardó más, como es claro. Hizo falta un tiempo mayor y una habituación: seguir, por ejemplo, los debates políticos, las discusiones en las Cortes. Poco a poco fue penetrando. Porque durante mucho tiempo la actitud normal era una cierta indiferencia, en la mayor parte de la población.
No olviden ustedes el hecho de que los medios de comunicación se han multiplicado, no sé si por cincuenta o por doscientos. Esto empieza a existir cuando la prensa periódica —los periódicos diarios— se convierte en medio político. En el siglo XIX ya lo son, y en gran parte discuten cuestiones públicas, con difusión limitada. Pero se generalizan en la segunda mitad del XIX y son quizá más importantes que ahora. Yo creo que son mucho más importantes: a la larga, el papel de la prensa es más profundo que el de la televisión, que hace efectos súbitos: puede influir en unas elecciones, pero no forma de modo continuo.
Antes no había radio ni televisión: el único medio de comunicación multitudinaria era la prensa. Eso ha cambiado el sistema de formación de opiniones.
Pero además ha habido un factor más: el menor interés de la mujer por la vida pública. Hay un hecho, todavía verdadero y actual: cuando llega el periódico a una casa, normalmente el hombre se apodera del periódico primero, y la mujer tiene menos interés por el periódico: le interesa menos lo que pasa, le interesan más las cosas personales.
Es más propio de la mujer el dominio de lo que se llama la cotillería, sí. Hay hombres muy coquetos y muy cotillas, los he conocido en grados superlativos; pero no es lo frecuente. La mujer es más cotilla. ¿Por qué? Porque le interesa más lo personal: le interesa más lo que le pasa a los vecinos del tercero que lo que pasa en el periódico o en el parlamento. Esto tiene su interés: una cosa es más abstracta, la otra es más concreta y más personal y, a última hora, quizá más interesante.
Esto pasa. Hay cambios, desplazamientos del interés, de lo que interesa a cada sexo y a cada edad. Se ha producido, repito, un cambio muy considerable. El resultado ha sido otro: al ocupar los puestos de trabajo la mujer, en igualdad —iba a decir ahora, no es igualdad: ahora hay muchas más chicas que chicos en cualquier universidad; sin duda ninguna, en todas partes—, esto ha producido un desplazamiento de la sociedad y de las relaciones mutuas.
Entonces se ha alterado el equilibrio habitual. Relaciones de competencia, relaciones de rivalidad, relaciones incluso económicas.
El primer paso ha sido el que la mujer ha tenido un grado de independencia económica que no ha tenido casi nunca. Las mujeres que tenían fortuna personal o que eran herederas, sí, tenían esa independencia. Había matrimonios de “buen partido”: alguien se casaba con una mujer rica. Aquello de: «No dicen que me he casado por interés; no es verdad: me he casado por el capital». Eso pasaba.
Pero ahora no es esto: ahora la mujer no es que tenga un capital; es que gana dinero. Gana dinero, bastante dinero. A veces gana más que el marido. Frecuentemente, por ejemplo, lo normal es que tengan ingresos los dos. Es bastante frecuente que los matrimonios actuales tengan cuentas corrientes independientes, separadas. En mi casa nunca hubo más que una; pero ahora es frecuente que haya dos: el marido la suya y la mujer la suya. Y a veces es más pingüe la femenina que la masculina. Esto, evidentemente, a veces produce malestar.
La mujer puede tener más poder, más competencia, puestos más importantes o más brillantes; puede tener una cultura mayor. Esto ha alterado —y esto es favorable— la relación con los hijos: la mujer ha tenido una relación excelente con los niños, pero quizá no con los hijos mayores. Era frecuente el caso de que los hijos mayores, con estudios superiores, no tuvieran comunicación fácil con la madre porque la madre no entendía de los asuntos que interesaban a los hijos. Ahora no: la mujer suele entender tanto como el marido, o más, según los casos. Es muy frecuente que la mujer tenga una profesión culturalmente más valiosa que la del marido, y sea más cultivada.
Hay países —Hispanoamérica, y Estados Unidos también— donde la cultura la han creado en gran proporción las mujeres. Piensen en ciertos hechos lingüísticos reveladores: en inglés, teacher es femenino en principio, porque los maestros suelen ser maestras en una proporción enorme. Si alguien dice que alguien es teacher, si no se precisa más, se da por supuesto que es una mujer. Lo mismo pasa con las enfermeras: se dice male nurse para un enfermero, porque si se dice nurse se supone mujer. Ahí tienen dos profesiones —maestro y enfermero— que, en principio, son femeninas.
Son cambios que han producido relaciones distintas. El punto de arranque de esta nueva situación fue la Primera Guerra Mundial: la guerra del 14 al 18 movilizó enormes ejércitos —guerra de trincheras—, y entonces las mujeres tuvieron que ocupar los puestos de trabajo de muchas profesiones y oficios. Se movilizan, ocupan esos puestos y se quedan en ellos: ya no vuelven al puesto doméstico, familiar, etcétera, que tenían anteriormente. Esto produjo un cambio enormemente grave en la sociedad.
Fenómenos semejantes se han dado en otras épocas por otras causas. Durante las Guerras Médicas, en Atenas, hubo que movilizar una gran flota; los que no eran ciudadanos tuvieron que ser movilizados y hubo que contar con ellos: se produjo una transformación social. Una parte grande de la población ateniense adquirió relevancia política y ya se quedó incorporada.
Como ven ustedes, son cambios profundos y amplios.
Los estudios superiores antes: la mujer tenía un tipo de educación distinta. No solamente menor o de nivel más sencillo: tenía otras condiciones. Las mujeres aprendían cosas que los hombres no aprendían, y a la inversa. Ahora esto se ha homogeneizado.
Y se ha producido otro hecho capital: los estudios simultáneos comparables y el trabajo en las mismas empresas han hecho que se equilibren las edades. Las mujeres eran más jóvenes que los hombres: lo decían, pero lo eran. Terminaban su formación antes, se casaban con hombres mayores. Si ustedes consideran matrimonios hasta el siglo XX —incluso dentro del siglo XX—, normalmente las mujeres tenían tres, cuatro, seis años menos que los maridos. Y por tanto la escala de generaciones era distinta, aunque con diferencia no demasiado grande. Ahora no: estudian y trabajan simultáneamente y ha desaparecido esa diferencia. Puede ser mínima; puede ser incluso al revés: es frecuente que la mujer sea algo mayor que el marido.
Se han alterado las relaciones de un modo notorio. Las relaciones actualmente pueden ser superiores por semejanza de edad: desaparece esa diferencia a favor del marido, que favorecía el dominio, la actitud de poder del marido sobre la mujer; a lo cual se añadía el factor económico: normalmente ganaba dinero el marido y no la mujer; y tenía preeminencias y ventajas. La mujer no tenía posibilidades de ganarse la vida por sí misma o solo con profesiones inferiores y menos lucrativas, que establecían una relación de inferioridad.
Todo esto ha desaparecido en gran parte, en gran proporción. Y entonces sobreviene esa relación de cierta independencia; luego rivalidad; luego, frecuentemente, hostilidad. Es un fenómeno bastante frecuente.
No olviden ustedes otros factores. Pero es evidente, por ejemplo, que las relaciones de continuidad, las relaciones de permanencia de los matrimonios, están en una situación alteradísima. Es algo completamente distinto. Ahora ya casi nadie, cuando ve a una persona conocida a la que no ha visto en meses o años, se atreve a preguntar: «¿Y Pepita?», porque a lo mejor ya no hay Pepita, o no hay Julio. Se ha producido un hecho lingüístico y social: la gente pregunta: «¿Y la familia?», porque uno piensa que alguna familia tendrá; no sabe cuál ni qué composición tiene, pero ya nadie se atreve a preguntar por la mujer o por el marido.
Esto es nuevo. Hasta hace no muchos años había una estabilidad de los matrimonios: a veces se llevaba mal, podía haber infidelidades, pero la cosa seguía. Ahora no. Frecuentemente con muy pocos motivos. Uno pregunta —si hay confianza—: «¿Y por qué?». Y a veces la respuesta es insuficiente: «Es que a uno le gustaba mucho salir y al otro no». ¿Por qué no salen un día sí y otro no? Parece una solución. Pero no: cada uno se va por su lado.
Esto produce una tremenda inestabilidad, que repercute sobre los hijos. Repercute también el hecho de que en general los matrimonios están muy ocupados por el trabajo. Hay un problema más: como ahora la gente necesita innumerables cosas que no necesitaba, necesita ganar mucho dinero. La gente gana muchísimo dinero, eso no se sabe.
Ortega decía: «Los españoles ocultan sus emolumentos», y es cierto: casi todo el mundo tiene mucho más dinero del que dice y confiesa, no solo por la Hacienda, sino por uso general. Entonces se produce una situación de cierta normalidad: la gente necesita mucho dinero porque tiene que tener innumerables aparatos, innumerables cosas; hacer viajes constantes a sitios muy lejanos. Antes un matrimonio se casaba y se iba a Mallorca; ahora se van a Tailandia, al Caribe o a islas Seychelles, que no saben dónde están ni les importa. Sería curioso examinar a las gentes que hacen esos largos viajes: si les preguntaran dónde está eso y cómo es, quizá han visto folletos, quizá guardan monedas; saben qué moneda se usa y ahí termina la historia.
Son cambios fundamentales. Yo creo que están alterando profundamente esa relación y están sustituyendo algo que a mí me parece precioso —el lirismo— por un cierto prosaísmo envolvente y general.
Porque además, como ahora se considera que es lícito casi todo, hay una especie de ecuación siniestra que se ha producido en la opinión general. Se dice: lo frecuente es normal; lo normal es lícito; lo lícito es moral. Es una ecuación absurda y enteramente falsa. Hay cosas frecuentes que no son normales: son anormales. Hay cosas consideradas normales que no son lícitas. Y hay cosas lícitas —legalmente permitidas— que no son morales.
Hoy está dominante esa serie de ecuaciones y la gente lo toma al pie de la letra. Esto, como comprenden ustedes, ha producido un enorme descenso del lirismo básico, del lirismo fundamental y permanente: el que hace que el hombre viva pendiente de la mujer, orientado hacia ella, en principio, con entusiasmo; y que la mujer tenga una actitud de aceptación, de entrega, de rendimiento, de una cierta veneración: dejarse querer, dejarse admirar, dejarse desear.
Como ven ustedes, son relaciones de tono lírico que han sido sustituidas en gran parte por actitudes prosaicas.
Y como el lirismo me parece uno de los bienes más preciosos de este mundo, pienso que se han perdido cosas muy importantes, que yo estoy deseando que vuelvan a surgir, que vuelvan a aparecer. Porque el hombre pierde las cosas y las redescubre. Decía Aristóteles que la sabiduría había sido descubierta y olvidada varias veces, y yo creo que es así.
Hay un principio formulado hace muchos años. No siempre lo peor es cierto. En general estamos en una actitud de dominancia del negativismo: casi siempre se cree que todo lo malo es cierto. Se habla de cosas negativas; casi nunca aparece en las noticias de los periódicos o en la televisión nada que sea positivo, alentador. Parece que no hay más que desastres: terremotos, inundaciones, naufragios, matanzas. Todo eso existe, es verdad; pero es una fracción de la realidad. En el mundo pasan innumerables cosas más frecuentes y más importantes, de las cuales rarísima vez se habla, ni se nombran. Con lo cual se llega a la impresión de que el mundo es lamentable, horrible; de que el hombre padece y tiene una situación total.
Esto se combina con la estadística. Yo creo que la estadística es uno de los factores de perturbación más grandes. Nos recuerdan todos los días cuántas personas mueren de tal cosa, y cuántas van a morir de tal otra en 2030 o en 2050. Si ustedes suman todo eso, es imposible: no se muere más que una vez. Pero, si se suman todas las causas, resultaría que la gente morirá tres, cuatro, cinco veces, lo cual no pasa. Por esto yo soy sumamente escéptico respecto de la estadística.
Y creo que, a pesar de todo, la carga de lirismo de la vida humana es bastante grande, aunque haya disminuido.
Continuaremos.