Conferencia dictada por Julián Marías dentro del ciclo «Lirismo y prosaísmo en la vida personal y en la historia» (1999-2000).
Hoy vamos a hablar del lirismo y el prosaísmo en el Antiguo Testamento y en el Nuevo.
Hay un hecho bastante curioso y notable: hay dos países muy pequeños que han producido el mayor número de fermentos de literatura, de estímulos, de lirismo —por supuesto— y, en alguna medida, también de casos de prosaísmo. Son Israel y Grecia: dos países minúsculos. Si ustedes miran los mapas, verán la pequeñez extremada de estos dos países. Israel y la Grecia clásica son pequeños, de muy poca población, pobres, con un mínimo de recursos y, sin embargo, en unos siglos han sido la fuente de inspiración —en todos sentidos: intelectual, literaria, religiosa, artística— más extraordinaria.
Es un hecho que, en definitiva, no acaba de entenderse. A veces podríamos decir que han producido más fermentos de vida espiritual, de vida intelectual o artística, que países grandísimos o quizá hasta continentes. La cosa es muy extraña.
En el caso del Antiguo Testamento hay una diferencia, claro está, muy grande entre el Antiguo y el Nuevo. Una diferencia que no se tiene en cuenta debidamente. Es evidente que la historia del Antiguo Testamento es muy larga: se empieza con el relato de la creación en el Génesis. Son varios siglos, es una pluralidad de autores, una enorme variedad de géneros literarios que hay que interpretar.
Evidentemente, en esto ha habido pasos muy importantes. Es interesante la obra del padre Lagrange a comienzos de este siglo, que luego fue recogida muy bien por Pío XII en la encíclica Divino afflante Spiritu, que trataba de la interpretación de la Escritura. Dio un paso decisivo, partiendo del padre Lagrange, y fue algo muy importante.
La Iglesia católica enseña que son libros inspirados: libros de contenido religioso, cuyo autor primario es el Espíritu Santo, aunque naturalmente haya multitud de autores humanos, mortales, que los han escrito. Se emplea el concepto de la inerrancia: es decir, que no tienen errores, que no pueden tener errores. Pero esto se puede interpretar de muchas maneras, y ha habido muchas interpretaciones injustificadas.
Es evidente, por ejemplo, que no se puede interpretar literalmente muchas cosas que aparecen en la Escritura. La inerrancia —el que no haya error— quiere decir, y esto lo formuló muy claramente Pío XII, que no hay error religioso. Quiere decir que una cosa puede ser un relato que no tiene que ver con lo histórico en sentido estricto: puede ser un relato literario, una tradición, lo que sea; pero el mensaje religioso es lo inerrante, lo que tiene un valor religioso y un valor permanente.
Esto no se ha visto claro hasta hace relativamente poco tiempo; ahora sí se ve con mayor claridad. En todo caso, como ven ustedes, hay una pluralidad muy varia, porque hay que atender, sobre todo, a los géneros literarios. Es decir, decimos: «Es verdadero un libro del Antiguo Testamento», pero depende: ¿es un libro histórico, profético, sapiencial, legislativo, poético? El tipo de verdad que le corresponde es naturalmente de acuerdo con ese género literario. No se puede comparar la verdad de un libro histórico con la verdad de un libro profético o de un libro sapiencial. Como ven ustedes, el problema es complejo, es delicado.
Y esto yo creo que ha tenido una consecuencia un poco peligrosa. Ustedes saben que en los países protestantes se lee mucho la Biblia; en los países católicos, mucho menos. Y durante mucho tiempo no se permitía a los fieles leer la Escritura en lengua vulgar, en las lenguas vivas. Se podía leer en las lenguas clásicas, en las lenguas sagradas —en hebreo, en griego o en latín—, pero no en las lenguas vivas sin notas. Se suponía que tenían que tener notas autorizadas para poder interpretar rectamente esos textos.
Esto puede parecer abusivo, puede parecer una limitación de la libertad. Los protestantes proclamaron la idea del libre examen: poder leer la Biblia e interpretarla cada uno a su manera. Claro: a su manera, que suele ser un disparate. Ustedes piensen que un libro de una cultura remota no es nada fácil entenderlo, interpretarlo. De modo que, en definitiva, el decir: «En lengua viva hay que leer orientado por notas», en el fondo era bastante razonable. Tal vez se llevó a un extremo mayor, con un abuso de autoridad, pero evidentemente esto ocurre.
La gente se ha acostumbrado en países protestantes a leer la Biblia sin más: gente corriente, sin formación histórica ni lingüística, y a interpretarla libremente. De ahí ha nacido la fragmentación de las confesiones protestantes: el protestantismo está fragmentadísimo, cosa inevitable si cada uno interpreta la Escritura a su manera, con arreglo a su gusto, a su capricho o a su particular inclinación.
Bueno, como ven ustedes, es un problema delicado. Pero aquí no voy a hablar de esto, sino únicamente del lirismo y de la vertiente distinta de prosaísmo que puede haber en los dos Testamentos.
La riqueza de lirismo del Antiguo Testamento es asombrosa. Por lo pronto, es un libro narrativo. En conjunto —porque Biblia es plural: son libros, muchos libros, de muchos géneros—, pero en conjunto es narrativo. Empieza con la creación del mundo, la relación de Dios con el mundo, y sigue las vicisitudes de la vida de Israel y su relación con otros pueblos con los cuales ha convivido, ha luchado, ha tenido que habérselas durante todo ese tiempo.
Por supuesto, hay libros rigurosamente líricos. Piensen en el Cantar de los Cantares: prodigioso libro poético. Piensen también en los salmos: el salterio es de un profundo lirismo, en otro tono, de otra manera completamente distinta, pero íntegramente lírico. Pero después hay una cantidad inmensa de episodios que lo son.
Y hay un hecho interesante: la historia de los personajes bíblicos, y de Israel en conjunto, está planteada de manera muy personal. Se habla de personas concretas: los grandes profetas, los conductores de Israel, los héroes, los que luchan por Israel, las guerras, los reyes, los jueces. Todo es en forma personal. No se trata primariamente de una historia abstracta o de instituciones —que también las hay—, sino de personajes vivos, con gran dramatismo.
Aparecen todas las emociones: el amor, los celos, la infidelidad, el odio, la crueldad. Lo cual hace que, desde el punto de vista literario, el Antiguo Testamento sea apasionante. Ustedes imaginen todo lo que ha salido, toda la literatura, todo el arte que se ha nutrido de los personajes y de los episodios que cuenta el Antiguo Testamento. Piensen en Judit y Holofernes, en Rut, en la sunamita, en Lot y la mujer de Lot, Sodoma y Gomorra, el diluvio, y tantos episodios tremendamente dramáticos. Han hecho de él una fuente de inspiración incomparable.
Es decir: está lleno, por todas partes, de lirismo. Piensen en el Cantar de los Cantares, cuya traducción de fray Luis de León le costó tantas dificultades y disgustos. Es una maravilla.
Pero por otra parte no falta el prosaísmo. Hay libros puramente legislativos, libros históricos que siguen las crónicas —los jueces, los reyes—, libros que regulan la vida: libros jurídicos que a veces, con grandes detalles, con una minuciosidad muy propia de un código, son prosaicos. Ustedes conocen la cantidad de regulaciones que han conservado los judíos: días de fiesta, el viernes, lo que se puede comer o no, cómo se prepara, cómo se sacrifica el animal, etcétera. Son determinaciones concretas, empíricas, detalladas, minuciosas, con gran prosaísmo. Muchas veces a los que no somos judíos —y a muchos judíos actuales— les parece que han perdido sentido: tradiciones mantenidas por inercia o por respeto a lo que en otro momento fue vivo, pero que ya no lo es.
Como ven ustedes, no falta el elemento prosaico: alterna. Pero el elemento lírico es extraordinario, de riqueza inagotable. Piensen simplemente en el arte: representaciones en pintura, en escultura, en cierto modo también en arquitectura. Piensen en lo que significa para la humanidad el arca de Noé, la torre de Babel, el diluvio… Todo eso ha quedado incorporado a la humanidad entera y sigue vigente, incluso aparte de su significación religiosa. Irradia lirismo, emoción, contenido poético, imaginación. Esto es extraordinario.
Hemos visto en la primera parte de este curso la función del lirismo y del prosaísmo como oposición en la vida personal, en tantos aspectos. Ahora vamos a intentar verlo en las formas de la vida colectiva, en la historia, en las formas históricas.
Pero les decía a ustedes que la transición del Antiguo Testamento al Nuevo es curiosa: no se le da la importancia que tiene, porque es una diferencia mucho mayor de lo que normalmente se piensa. No es simplemente una segunda fase. Se dice: «Es la perfección de la revelación; se completa en el Nuevo Testamento». No solamente es eso: es la inserción de Dios en la humanidad y en la historia.
Hay un concepto capital —que yo he tocado con bastante detención en mi libro La perspectiva cristiana—: el pléroma, la plenitud de los tiempos. El cristianismo aparece, la segunda persona de la Trinidad se encarna y se hace hombre en el pléroma, en la plenitud de los tiempos. ¿Qué quiere decir esto?
Siempre se ha pensado que se trata de los planes de Dios: Dios sabe en qué momento, Dios decide que la Encarnación se produce en cierto momento. Sí. Pero hay un lado distinto: un lado humano, histórico, social. Se produce cuando hay condiciones histórico-sociales humanas que lo hacen posible.
Ustedes piensen: cuando aparece Cristo, cuando Dios se hace hombre, es un momento en que hay una oikoumene, una tierra habitada bastante extensa, en que conviven muchos pueblos. En Jerusalén, por ejemplo, hay aquella enumeración en los Hechos de los Apóstoles: enorme cantidad de pueblos distintos que están en Jerusalén y oyen hablar a los apóstoles. Son galileos, probablemente no saben hablar más que arameo, y sin embargo los oyen cada uno en su lengua.
Es un mundo en que se puede circular, en que se puede viajar: los viajes de san Pablo son posibles. Hay una potencia extraordinaria, el Imperio romano, que crea un mundo en que se pueden encontrar pueblos muy distintos. Y hay dos lenguas universales —aparte del arameo y el hebreo religiosos—: el griego y el latín.
Ustedes recuerdan aquel episodio en que van a azotar a san Pablo y él dice: «A mí no me pueden azotar porque soy ciudadano romano». Es un judío educado con Gamaliel, un judío helenizado, que conoce el pensamiento griego, que habla griego, que conoce a los filósofos, y además es ciudadano romano. Yo he dicho que esa es la partida de nacimiento de Occidente: la fundación de Occidente.
Como ven ustedes, el Nuevo Testamento no es solo “otra fase”: es la Encarnación. Dios se hace hombre y, en definitiva, diviniza al hombre. Es un paso de otra magnitud.
Esto nos hace esperar que el Nuevo Testamento sea algo muy distinto. Y lo es. Por lo pronto, es una obra escrita en poco tiempo —aproximadamente en el siglo I—, por muy pocos autores. No tiene nada que ver con el Antiguo Testamento: siglos, pluralidad de autores, variedad inmensa. Está condensado en los episodios de la Encarnación, la vida de Jesús, su predicación, su muerte y resurrección; y luego la Iglesia primitiva, los Hechos de los Apóstoles.
Ahora bien: el contenido del Nuevo Testamento también es narrativo. Los evangelios son relatos de la vida de Cristo: los tres sinópticos, más o menos paralelos; el de san Juan, distinto, con otra estructura, otros supuestos, otro estilo.
Pero además no solo es narrativo el libro mismo: es que esa narración está llena de narraciones ficticias, de ficción. Las parábolas: cuentos, relatos imaginarios puestos en boca de Jesús. No son hechos históricos: son relatos inventados. Es ficción. Y esto es una potencia de lirismo extraordinaria.
Si vamos al contenido, la palabra que se repite más en el Nuevo Testamento, de manera absolutamente extraordinaria, es la palabra amor. El temple del Nuevo Testamento es amor. La predicación de Cristo es primariamente amor.
Es curioso: la palabra “amor” está en griego y el término es agápē. Hay tres palabras principales —érōs, philía, agápē— con matices diferentes; pero es curioso que agápē se haya traducido habitualmente por caritas en latín, caridad, lo cual ha destruido muchas cosas. Porque “caridad” ha venido a tener el sentido de compasión, beneficencia, ayuda, que está bien y es cierto, pero no es el sentido primario. Agápē quiere decir amor. El verbo agapân, amar, aparece constantemente.
Y aparecen formulaciones inéditas, nunca antes: «Amaos los unos a los otros», «amaos como yo os he amado», «amad a los enemigos». Todo eso da un temple de lirismo que no es comparable con ninguna otra cosa.
Aparecen la amistad, el cariño, el dolor, la compasión —el buen samaritano—, la amistad de Jesús con sus amigos, con sus discípulos: esa interesantísima amistad desigual. Para los discípulos es el Maestro y es otra cosa; lo van descubriendo poco a poco. Pero es amistad: amistad desigual.
Hay un ejemplo profano —extraordinario— de amistad desigual: don Quijote y Sancho. El gran hallazgo de Cervantes. Don Quijote es el señor; Sancho el criado; pero son amigos. Pues bien: en otro plano, amistad desigual entre Jesús y los discípulos.
Aparece también el niño. El niño, que no ha sido personaje literario casi nunca. Aparece la Anunciación: el arcángel Gabriel anuncia a María que va a ser madre; se lo comunica y, en cierto modo, se lo consulta: ella acepta. No es impuesto: es la libertad de María la que asiente. Aparece el otro niño, san Juan; la Visitación; el niño Jesús; los inocentes; la huida a Egipto; el crecimiento: «y su madre guardaba todo eso en su corazón». Jesús que quiere que los niños se acerquen. Todo esto es nuevo.
Y aparece la relación con la mujer, con una riqueza de matices: Marta y María; la mujer adúltera; María Magdalena; tantas figuras. Literariamente es una innovación total: llena de lirismo.
Piensen en el buen samaritano y la pregunta de quién es el prójimo: el que tuvo compasión, el que cuidó, el que lo dejó atendido. Los otros pasan de largo. Es decir: está impregnado de lirismo de arriba abajo.
Si ustedes hicieran un recuento de las formas de emoción, de poesía, de sentimientos propiamente humanos, de refinamientos que vienen del Nuevo Testamento, resultaría un catálogo impresionante al lado de lo cual otras literaturas, incluso ilustres, son en cierto modo esquemáticas, abstractas.
Y sin embargo esto se ha trivializado en cierta medida. No se ve, no se vive en detalle; se toman las cosas como equivalentes. No son equivalentes: son de una originalidad total.
Piensen, por ejemplo, en Pentecostés: aquella reunión de gentes de veintitantos pueblos distintos que oyen hablar a aquellos hombres poco cultos, y oyen cada uno en su lengua. O el Areópago: san Pablo habla en griego, conoce filósofos; habla del Dios desconocido —la lápida agnōstō theō—, sí, pero no va a eso. Va a Cristo crucificado y a la resurrección de la carne, que los griegos no entienden y rechazan. Lo otro lo hace para ponerse en su terreno, para hablar de lo que conocen; y acaban no entendiendo lo esencial.
Naturalmente, la primera teología la hacen san Pablo y san Juan: dos formidables escritores. El valor literario del Evangelio de san Juan, de sus epístolas, o de las epístolas de san Pablo, es extraordinario: nivel intelectual y literario altísimo. Y siguen impregnadas de lirismo. Se pueden tomar selecciones de san Pablo que están entre los textos literariamente más refulgentes que se han escrito.
Y es una condensación asombrosa: el Nuevo Testamento es un pequeño libro que se puede llevar en el bolsillo, y ahí está todo eso.
Dirán ustedes: ¿y no habrá también prosaísmo? Sí. Lo hay. Hay relatos de la vida de las comunidades cristianas primitivas: detalles, rivalidades, disputas, incomprensiones, altercados. Hay mezquindades, cosas pequeñas. No falta el prosaísmo, que amenaza al hombre siempre. Conviven una cosa con otra y hay transiciones bruscas.
Ustedes piensen, por ejemplo, en el episodio en que Jesús expulsa a los cambistas del templo: compárenlo con la ternura con que se comporta con la mujer adúltera. Hay uno de los pasajes más extraordinarios del Evangelio de san Juan. Ustedes recuerden: a las mujeres adúlteras las mataban a pedradas. Están a punto de apedrearla. Y Jesús dice: «El que esté sin pecado, que tire la primera piedra». Y es curioso: dice que escribía en el suelo. ¿Qué quiere decir esto? Es el modo de irse: no los mira, no los está mirando. Un acierto escénico prodigioso. Y entonces se van yendo todos, uno tras otro: «los viejos, los primeros».
Y cuando se levanta dice: «Estaba Jesús y la mujer en medio». En medio. ¿En medio de qué, si se han ido? En medio del hueco que han dejado. Estaban todos rodeándola; se han ido; queda ella en medio del vacío. Y entonces: «¿Nadie te condena? Yo tampoco te condeno. Vete y no peques más». Es una escena de prodigio literario, aparte de su valor espiritual.
De esto está lleno todo. Hay la Ascensión; los discípulos de Emaús: van hablando, no se dan cuenta; lo reconocen “por el modo de partir el pan”. O santo Tomás —yo digo siempre que debía ser patrono de los filósofos—: no está cuando Jesús aparece; se lo cuentan; no cree. «Lo creeré cuando meta mi dedo en su llaga». Tiene razón. Y cuando lo ve, se rinde con la profesión de fe más plena: «Señor mío y Dios mío».
¿Ven ustedes de lo que está lleno el Nuevo Testamento? Con sus zonas de sombra, con sus detalles triviales, con pequeñas miserias, con la vida real de los primeros cristianos —imperfecciones, confusiones— sostenidos por esa revelación y por el mandamiento del amor, que es el núcleo del cristianismo y la inspiración profunda del Nuevo Testamento.
Recuerden aquel fragmento espléndido de san Pablo sobre el amor: no se ha escrito nunca nada parecido. Es puro lirismo, pero con su contraste: posibilidades de caída, olvido, trivialidad, desgaste, vulgaridad. Es asombroso también el grado de realidad de todo esto.
Como ven ustedes, por tanto, Antiguo Testamento y Nuevo Testamento: dos formas completamente distintas, con contenidos distintos, que responden a dos fases de la vida de los hombres para quienes se han escrito estos textos y a dos fases de la revelación profundamente distintas. Representan una prodigiosa condensación del lirismo, con sus sombras de prosaísmo, mayores o menores.
Hay muchos pasajes del Antiguo Testamento que son pura prosa: legislación, prescripciones —cómo matar al animal, qué se puede comer, qué no—, qué se puede hacer en viernes o no. Son detalles así. Y en el Antiguo Testamento hay también una oscilación: la esperanza en la resurrección y en otra vida se va abriendo paso lentamente, con dificultades. El Nuevo Testamento es otra cosa.
Naturalmente, también habría que estudiar lo que significa convivir con Jesús: aparece en momentos particulares. Marta y María: ha muerto Lázaro, lo han enterrado; dicen: «Si hubieras estado aquí no habría muerto». Lo va a resucitar, y sin embargo llora por el amigo. O la resurrección de la hija de Jairo: la resucita y pide que le den de comer. Ese detalle de pedir de comer: en un relato abstracto no aparecería.
O el centurión, que se traduce tan mal en nuestra misa actual. Dice el texto: Dic verbo, et sanabitur anima mea: «Di una sola palabra». Y se traduce como enunciado: «Una palabra tuya bastará para sanarme». No es eso: es un imperativo, la súplica del centurión. Convertir ese imperativo en un enunciado revela una falta de sentido literario y religioso que me irrita. Las traducciones actuales están llenas de cosas así; incluso el Padre Nuestro lo han degollado. Yo sigo rezando en latín, more antiquo, como se rezaba siempre. Es demasiado importante.
Me refería sobre todo a la pérdida del sentido del lirismo que aparece en estos textos y a la tendencia del hombre actual a olvidarlo, a pasarlo por alto, a trivializarlo, a vulgarizarlo: recaer en el prosaísmo.
Pero lo que me interesaba señalar es que en estos dos libros —el largo, extenso, complejo, lleno de mundo, que es el Antiguo Testamento, y el breve, sencillo, elemental, accesible, inteligible, que es el Nuevo— se conserva íntegramente ese valor de lirismo, de emoción, de sacudida hacia algo alto, hacia algo superior.