Conferencia dictada por Julián Marías dentro del ciclo «Lirismo y prosaísmo en la vida personal y en la historia» (1999-2000).
Perdonen ustedes mi subida, un poco fastidiada, porque me estaban los pies fastidiando, pero hoy vamos a hablar del dinero.
El dinero es algo muy importante y, precisamente, algo que admite dos visiones: una más lírica, otra más prosaica, que condicionan enormemente la vida. Digo dinero y no riqueza: no es exactamente lo mismo, pero, en definitiva, hoy el problema se ha reducido muy principalmente a lo que podemos llamar dinero.
La riqueza es lo que se tiene, lo que se posee. Hay un problema: la riqueza existente. Y hay que tener en cuenta algo que no se piensa mucho —yo insisto en esto porque creo que es clave de muchas cosas—: hasta hace muy poco tiempo el mundo era muy pobre, es decir, la cantidad de riqueza existente era muy escasa.
Hay otro problema distinto, que tiene que ver con ello: dónde está la riqueza, cómo está distribuida, en qué medida se participa de ella. Pero siempre he pensado que si la riqueza se hubiera repartido a lo largo de la historia, no hubiera habido ricos —ricos con mayúscula—, pero los pobres hubieran seguido siendo igualmente pobres. Los ricos eran muy pocos y no eran muy ricos: el nivel de riqueza en su conjunto hubiera sido prácticamente igual.
El concepto de riqueza tiene mucho que ver con un concepto filosóficamente tan importante como ousía, que se tradujo al latín por substantia, con una traducción no demasiado afortunada. La ousía era la hacienda: lo que se tenía. Un hombre que tiene, por ejemplo, un trozo de tierra y dos vacas, o unas ovejas, un trozo de campo: esa es su usía, su hacienda.
Esto, en Grecia, estaba ligado de modo fundamental al concepto de libertad. El eleútheros ánthropos era el hombre que tiene una usía, que tiene una hacienda: es independiente, puede vivir por sí mismo. Este concepto tiene en Grecia mucha importancia.
Pero incluso ya en el mundo griego se va derivando un poco hacia el dinero. Los sofistas, por ejemplo —hay uno de ellos famoso— emplean la frase: “chrḗmata, chrḗmata anḗr”: el dinero, el dinero es el hombre. Chrḗmata es el plural de chrêma; hay muchas palabras para indicar las cosas según lo que son (ónta, los entes), pero hay palabras que las indican según su función: prágmata, las cosas con que se trata… Chrḗmata son las cosas que se tienen, que se poseen. Y esta frase tiene vigencia ya entre los sofistas.
Cada vez se ha derivado más a ver la riqueza en términos dinerarios. Hay un equivalente en dinero de la riqueza: la riqueza vale algo, se valora. El dinero es instrumento de cambio en sociedades avanzadas. Por eso podemos hablar de dinero.
Ese dinero está repartido de maneras muy diversas: mayor o menor. Hay sociedades ricas; hay sociedades pobres, incluso muy pobres. Pero esto no tiene relación directa con lo que estamos examinando: es conciliable con las dos formas de que hablamos en este curso, el lirismo o el prosaísmo. Y eso tiene un reflejo, precisamente, en la cantidad de alegría y en la cantidad de felicidad que puede haber.
Yo he dicho muchas veces —y parece exagerado, y lo es un poco—: conozco bien Brasil, conozco mucho el Nordeste, que es una zona pobre, y recordaba, por ejemplo, en Olinda, un mercado pobre: la gente es pobre, el mercado es pobre, se compran pocas cosas y modestas. Y yo decía: en el mercado de Olinda hay más alegría que en toda Suiza. Es posible que sea exagerado; pero en el fondo es verdad: respira alegría. Hay una actitud respecto del dinero, respecto de la riqueza, que tiene que ver con dimensiones primariamente imaginativas; y en otros casos no.
En el enunciado de esta lección hablaba yo del dinero entre los deseos y las cuentas.
La riqueza tiene un gran valor presente: supone dinero que permite comprar cosas, permite consumo. Y hoy está de moda hablar mal del consumo. Hay un filósofo francés —muy inteligente— que publicó un libro titulado Elogio de la sociedad de consumo. El consumo tiene inconvenientes; pero el consumo es excelente. Lo malo es cuando no se puede consumir, cuando no hay nada.
Recuerdo además lo que Ortega dijo en La rebelión de las masas: se había producido una dilatación económica extraordinaria y, por tanto, un horizonte mayor de posibilidades. El hombre puede comprar, puede elegir, puede satisfacer deseos. Eso da un lirismo a la vida, una posibilidad de felicidad: dilata el horizonte vital. Eso es valioso, en cierta medida condicionante.
Pero hay una condición: la existencia de los deseos. Tradicionalmente el hombre ha tenido pocos recursos: la historia entera de la humanidad está afectada por escasez. El hombre tenía proyectos, pero no tenía recursos para realizarlos. Por primera vez, en gran número de sociedades ocurre lo contrario: el hombre tiene más recursos que proyectos. La consecuencia es el aburrimiento.
Yo creo que el papel del aburrimiento en esta época es enorme: es el enemigo público número uno, y no se advierte. Yo no soy partidario de que disminuyan los recursos; al revés, deben aumentar, porque no son suficientes para muchos. Pero con una condición: que aumenten los proyectos, que aumenten los deseos. Si no, sobreviene monotonía, tedio, aburrimiento, prosaísmo.
Piensen en esa dolencia característica: el afán de comprar. Gentes que viven dedicadas a comprar. Se anuncian rebajas y aparecen, como estampidas, señores y señoras —más bien señoras— que se agolpan en las puertas de grandes almacenes e irrumpen para cazar gangas. ¿Movidas por deseos? No: movidas por un mecanismo. Buscan cosas que no desean, que no han deseado nunca, que no gozarán.
O la ludopatía: el bingo, las maquinitas. No tiene que ver con el deseo; es una forma prosaica de consumo.
Como ven ustedes, cabe una función puramente prosaica del dinero.
Piensen, por ejemplo, en la avaricia. La avaricia tenía una justificación imaginativa: antes el dinero era un cofre con onzas de oro; las monedas eran bellas, relucían, tintineaban. Meter las manos en un cofre lleno de onzas y agitarlo: hay cierta voluptuosidad. Hoy el “dinero plástico”, o los números con un cero más o menos en una cuenta, no tiene ese atractivo. La avaricia —aparte de pecado capital, y lo de capital le va bien— tiene poco lirismo.
Puede haber actitudes muy diferentes. Por una parte, la cantidad de riqueza; por otra, el empleo, la distribución. Pero yo creo que son fundamentales la imaginación y la generosidad.
Hay una palabra española muy buena: holgura. En términos económicos es tener algo más de lo necesario. Si ustedes no pueden llegar a fin de mes, o tienen mucha dificultad, lo he vivido muchos años: ingresos inseguros, y se llegaba —calculando— al día catorce; y mi mujer o yo decíamos: “Oye, estamos a once; hay que inventar algo”. Nunca debimos nada a nadie y siempre llegamos, aunque con meses angostos. No comprábamos a plazos, con una sola excepción: los seis volúmenes de las obras de Galdós de Aguilar.
Los deseos existían, pero se les daba largas: “un abrigo, sí, pero este año no”. Y no era infelicidad: la vida era así. Eso ha cambiado. Las generaciones más jóvenes no aceptan esto; pretenden vivir desde el principio en un nivel que nos hubiera parecido fabuloso.
La holgura es ese margen vital: “qué más da”. Da lo mismo pagar yo o que pague otro; da lo mismo invitar yo o que me inviten. Esa indiferencia es liberadora. Yo llegué a una fórmula: “En buena economía, una peseta es una peseta, pero la vida se pone triste”.
Recuerdo en Múnich: dos hombres desconocidos en un tranvía. Uno pidió un cigarrillo. El otro le dio un cigarrillo; el primero sacó una moneda —un groschen— y se la dio; el otro se la guardó con absoluta naturalidad. Era correcto, económicamente. Pero dije: esto no puede ser. Es el planteamiento puramente económico: correcto, pero vitalmente pobre.
Algo semejante ocurre con la generosidad del tiempo. En muchos países es dificilísimo ver a la gente ocupada: secretarios, excusas. El español tuvo un pudor de sus ocupaciones: aunque estuviera atosigado, recibía. Una holgura vital: acostarse más tarde, dormir menos, dejar trabajo para mañana, por recibir a alguien.
O la mujer española que recibía impecable, como si no hubiera hecho nada en todo el día, cuando llevaba una jornada infernal. Era otra holgura.
Pues bien: hay una visión lírica del dinero —deseos, espera, anticipación, satisfacción— y hay una visión prosaica: mecanismo, cuentas, obsesión, monotonía.
Hay un texto admirable de Ramón Gómez de la Serna: “Hace mucho tiempo que estoy enamorado de un azul”, y cuenta cómo, para merecer un objeto azul, hay que esperar, cumplir años, pasar por un año bisiesto. Eso da realce: expectativa, imaginación. Lo contrario es comprar en rebajas cualquier cosa azul solo por comprar.
El problema es que hoy el planteamiento económico se hace en términos rigurosamente prosaicos: no de deseos, sino de cuentas. Las cuentas tienen su lugar: el dinero es magnitud, cálculo. Pero las cuentas quitan expectativa, deseo, ilusión.
Yo durante mucho tiempo no supe nunca lo que ganaba ni lo que gastaba: solo hacía “arqueo”, ver lo que quedaba —siempre menos de lo esperado—. Pero con el sistema actual de impuestos hay que ocuparse: hacer cuentas. Y lo más penoso de los impuestos no es pagarlos: es tener que ocuparse de ellos.
Nos pagan algo y pensamos: “en realidad, es la mitad; la otra mitad se la lleva el fisco”, y ya hay decepción en el acto del cobro. Antes había un impuesto de utilidades, del 15%: se pagaba y se acabó. Ahora se acumula, se deduce poco, y se entra en una complicación que se parece a los manuales de confesores del siglo XVI: lista de “pecados” y cuántas veces.
Y hay algo más: en España —y en otros países— casi ni siquiera se puede dar dinero. Si ustedes dan dinero a alguien, es donación y hay impuestos. Uno paga por ganarlo, y paga por darlo. Esto produce malestar: reduce la libertad, la fruición.
Y aquí entra algo central: la pérdida del sentido de la espera. Se ha perdido el sentido del noviazgo —como espera ilusionada—. Hoy se pide “ya”, se exige “ya”. Nadie propone: se exige. Se exige al Estado, se exige a los demás, y hasta se “exige” a Dios. Es una fórmula reveladora: impaciencia, falta de anticipación, falta de goce del tiempo.
Y como ven ustedes, esto enlaza con todo lo que estamos examinando: lirismo y prosaísmo como dos formas de instalación en la vida. Desde el modo de gastar dinero hasta el modo de imaginar la muerte.
La vida avanza hacia la muerte inevitablemente. Podemos imaginarla con esperanza o sin ella; pero, en todo caso, con imaginación o sin ella, con dramatismo o con prosaísmo. Hoy muchos creen que la vida se termina y se acabó. Pero incluso la incertidumbre —qué pasará—, la posibilidad de otra vida, la imaginación de su contenido, da argumento, anticipación, lirismo. De otro modo, es mera extinción biológica, como una cosa.