Conferencia dictada por Julián Marías dentro del ciclo «Lirismo y prosaísmo en la vida personal y en la historia» (1999-2000).
De la ciudad: de la ciudad en sus dos posibles versiones, de lirismo o prosaísmo.
El hombre vive normalmente en ciudades, pero la palabra ciudad, en su sentido más amplio, permite una gran variedad de formas y varía profundamente según los países y según las épocas.
Hay, por lo pronto, un problema: la magnitud de las ciudades, magnitud que tiene también un carácter histórico. Piensen ustedes, por ejemplo, que la gran ciudad por excelencia ha sido durante mucho tiempo Londres. Londres tenía, a fines del siglo XVII, un millón de habitantes: era una inmensa ciudad. Hoy, evidentemente, un millón de habitantes nos parece una ciudad —no digo pequeña—, pero sí muy moderada.
Ahora las ciudades muchas son enormes, han crecido. Madrid tenía, cuando yo era joven, un millón de habitantes; ahora tiene casi cuatro. Además, las ciudades tienen una dilatación un poco fuera de sí mismas: lo que eran pueblos quedan en continuidad, quedan anexionados; forman parte de la misma ciudad. Hay ese concepto reciente, nuevo, de conurbación, en que todo un grupo de antiguas ciudades o poblaciones queda integrado en una continuidad urbana.
Piensen ustedes que en Londres, por ejemplo, hay partes de la ciudad que conservan sus nombres y hay placas que lo recuerdan: hoy es una ciudad única, pero originariamente no lo era. El crecimiento en otros continentes es todavía más asombroso. Yo recuerdo muy bien mi primera visión de Lima, de Bogotá, de Santiago de Chile: eran ciudades del orden del millón de habitantes. Ahora ya ni se sabe. O México: ya ni se tiene idea. Se habla de dieciocho millones, se habla de veinte millones; creo que nadie lo sabe, porque no hay censos fiables. Igualmente ocurre en otros lugares: El Cairo, ciudades indias… Como ven ustedes, el concepto de gran ciudad no quiere decir lo mismo que hace dos siglos, o que hace un siglo, o incluso que hace cincuenta años.
Por otra parte, están las ciudades pequeñas. Pueden ser relativamente pequeñas o resueltamente pequeñas. En España se ha empleado la palabra pueblo: los pueblos solían ser pequeños, excepto en Andalucía, donde se seguía llamando pueblos —por inercia, porque no eran capitales de provincia— a poblaciones que, en rigor, eran ciudades, incluso grandes ciudades.
La estructura del pequeño pueblo persiste en otras partes de España y en otros lugares fuera de España. Hay, además, una especie de atomización que se da sobre todo en Galicia y en el País Vasco: la aldea, el caserío, son unidades muy pequeñas.
Y hay las ciudades intermedias: ciudades que tienen cientos de miles de habitantes, que pueden llegar ahora incluso al millón, y que representan una forma intermedia entre el pueblo o la pequeña ciudad y la gran ciudad, la gran urbe, que tiene caracteres distintos.
Vivir en unas u otras es muy distinto. Piensen en el pueblo: el pueblo tiene un carácter específico, que es interindividual. La convivencia es interindividual. En los pueblos se conocen todos: no hay, diríamos, “lo social” como masa anónima; los vecinos se conocen. Uno sale a la calle y conoce a la gente, y es conocido por ella. Es una manera de vivir muy diversa de la gran ciudad, en la cual, en definitiva, se vive en una masa anónima.
Uno conoce, claro está, a unas cuantas personas; en Madrid, por ejemplo, el que vive en Madrid conoce a un cierto número de personas, quizá a bastantes. Pero son una mínima fracción: circula entre desconocidos y es desconocido. Tiene una relación anónima. Es esa “muchedumbre solitaria” —el título de aquel famoso libro, The Lonely Crowd—, que es una buena definición de la gran ciudad.
En la ciudad intermedia el conocimiento es limitado: no se conoce a todo el mundo, pero se conoce a mucha gente; dentro del barrio hay una estructura de familiaridad. Y esto se produce también en las grandes ciudades, porque las grandes ciudades tienden a fragmentarse en barrios: la gente vive en un cierto barrio y allí tiene las tiendas, los servicios, los conocimientos. Procura ir al cine de barrio, tiene una farmacia cerca, etcétera. Es una estructura que recrea, en cierto modo, el pueblo dentro de la enorme ciudad.
Hay, naturalmente, un problema de comunicaciones: se invierte mucho tiempo en desplazarse en la gran ciudad. Como ven ustedes, las estructuras son diferentes. En la ciudad intermedia hay una especie de convivencia parcial: la ciudad entera es más familiar, es más fácil identificarse con ella. Es más probable que uno diga “mi ciudad”.
En la ciudad grande es difícil esa identificación, esa asimilación. Es bastante frecuente que la persona se encuentre, en cierto modo, solitaria, aislada; lo cual quiere decir algo importante: en la gran ciudad se requiere mayor imaginación.
En la ciudad pequeña —o relativamente pequeña— la percepción es muy importante: se ve la ciudad, se la abarca, se la conoce físicamente; se transita por las mismas calles; se conoce a un número bastante grande de personas. Aunque no se sepa quiénes son, se las ha visto pasar: hay una convivencia diluida con un número bastante grande de personas.
En la gran ciudad la percepción no basta: hace falta imaginar. En cambio, el repertorio de posibilidades es enorme. En una gran ciudad caben muy diversos tipos de vida. En las ciudades menores los modelos de vida son limitados y son conocidos, previstos. En la gran ciudad caben innumerables trayectorias vitales, pero hay que imaginarlas y, en la medida de lo posible, realizarlas. Esto supone un ejercicio de imaginación; y es más probable una actitud creadora.
Piensen, por ejemplo, en la literatura que han suscitado las grandes ciudades: París, Londres. Hay una inmensa literatura, enormemente rica, originada en esas ciudades. Cuando uno está en ellas —por ejemplo un extranjero— recorre barrios y le evocan libros, poetas, dramaturgos, novelistas. Uno pasea por París o por Londres y está paseando por libros: por el siglo XVIII, el XIX, y también, en cierta medida, por el XVI o el XVII.
Esto no ocurre del mismo modo en ciudades pequeñas, aunque a veces sí hay identificación literaria o artística con un autor concreto. Es evidente que estar en Soria conduce a Machado; es difícil estar en Soria y no pensar en Machado. Estar en Córdoba evoca, además de lo histórico, a Valera; o, con otro tipo de conocimiento, al Duque de Rivas.
En cambio, las grandes ciudades están saturadas de referencias, aunque —no nos engañemos— Madrid lo está en grado menor que París o Londres. Madrid evoca el Siglo de Oro —sobre todo el XVII—, el teatro, y luego el XVIII, el XIX y el XX.
Esto no ocurre del mismo modo en países como Italia o Alemania, que no han tenido, en sentido estricto, un centro absorbente: su vida cultural está repartida entre muchas ciudades. En Italia y Alemania las figuras están ligadas a varias ciudades, no a una sola. En cambio, París y Londres han ejercido una especie de “imperialismo” cultural; París con una centralización todavía mayor, y Londres por su magnitud y por haber sido centro de un imperio durante mucho tiempo.
Como ven ustedes, la magnitud influye enormemente.
Y, claro está, hay los problemas de que las ciudades sean o no transitables, comunicables. Nos quejamos de la técnica actual, de la densidad del automóvil, de la dificultad de vivir en las ciudades. Pero piensen ustedes que, con una economía y una técnica primitivas, las grandes ciudades serían inhabitables. Sin servicios públicos y sin técnicas modernas sería casi imposible vivir en ellas. De modo que aquello de lo que nos quejamos es, al mismo tiempo, lo que hace habitable la ciudad.
Lo que da un carácter de lirismo a las ciudades, al vivir en ellas, es verlas como proyecto: como ámbito en el cual se realizan proyectos vitales. En una pequeña ciudad o en un pueblo hay una vida accesible, realmente humanizada y personal: cada uno se aloja en la parcela de espacio que ocupa la vida familiar y la vida personal. Es más fácil encontrar sentido a la vida.
En cambio, en la gran ciudad es más probable tener una impresión de confinamiento, de aislamiento: encontrarse con algo impersonal, monótono. Hay un problema actual que hay que tener en cuenta: el número enorme de personas que viven solas.
Yo leí hace poco que en París el 50% de la población estaba compuesta de personas que vivían solas. Me parecía inverosímil. Luego pensé que, si se toma el París central, tradicional, antiguo, quizá tenga cierta verosimilitud: allí hay muchos viejos que viven solos, con temor de salir, encerrados. No me fío mucho de los números, pero la situación —en cierto núcleo— es plausible.
Y esa soledad da una impresión de confinamiento: vivir encerrado en la enorme ciudad, encerrado entre la multitud, en una situación de prosaísmo.
Como ven ustedes, el lirismo o el prosaísmo en las ciudades depende de dos factores: cómo es la ciudad y cómo es el individuo. Depende de la capacidad de proyecto, del grado de imaginación. Si no se tienen proyectos, si se vive pasivamente, arrastrado por las vigencias dominantes, sin imaginar nada nuevo ni personal, el prosaísmo parece inevitable.
Esto enlaza con fenómenos como la proletarización. Ustedes piensen que la palabra proletario es romana y antigua; pero, por influencia del marxismo, se llama proletario al trabajador asalariado. Yo entiendo que la proletarización, en su sentido más profundo, es el descontento de la condición.
Yo distingo —y creo que es una distinción importante— entre condición y situación. La situación es cómo le va a uno; la condición es lo que uno es. Uno puede estar descontento de la situación, porque le va mal, pero adherir a su condición.
Piensen en un hombre a quien no le hacen caso las mujeres: tiene una situación lamentable, y está descontento de ella. ¿Por qué? Porque está adherido a su condición de varón: por eso le importa.
En cambio, cuando hay descontento de la condición —de lo que uno es—, eso es proletarización. Y ese fenómeno se puede extender a muchas clases: al clero, a los militares, a los aristócratas. Hace mucho tiempo que es difícil “ser duque”: el Duque de Olivares sabía lo que era; hoy no está claro qué es un duque. Y esa confusión puede producir descontento de la condición.
Ese descontento es más grave que el de la situación, porque la situación puede cambiar. Una de las grandes novedades de la época contemporánea es la movilidad social: se sube y se baja. Antes las clases eran rígidas; hoy hay movilidad, por razones económicas y otras. Eso es importante, para bien o para mal, según los proyectos, según la imaginación.
Por tanto, la ciudad se puede sentir como proyecto, como ámbito de apertura, en el cual uno imagina y realiza su vida con un margen mayor o menor, con una dosis mayor o menor de entusiasmo, de imaginación, de lirismo; o bien como confinamiento: como una especie de colmena o de hormiguero en el cual uno es llevado y traído por presiones sociales enormes, por usos imperativos.
No olviden ustedes que el hombre actual tiene muchas libertades, y se habla de las libertades todo el tiempo. Pero está sujeto también a regulaciones continuas: no se puede cruzar la calle más que por el paso de cebra y con el semáforo en verde; hay que declarar lo que se gana y lo que se gasta; hay que cumplir innumerables normas.
Yo creo que un hombre del siglo XV, o del XVII, se habría sentido ahogado en el más libre de los países actuales por el cúmulo de regulaciones. Y eso engendra un cierto prosaísmo: una constricción, una falta de espontaneidad.
Y esto es sumamente importante.
Pero hay otro aspecto decisivo: la belleza, la belleza arquitectónica y urbana.
Todo lo que encontramos de ciudades antiguas —en cuadros, grabados, dibujos, relatos— se caracteriza por la belleza. Las ciudades que vemos retratadas y conservadas son bellísimas, compuestas de edificios espléndidos, y los modestos también suelen ser bellos: los pueblos, incluso los pequeños, suelen ser hermosos, con casas modestas, de materiales no suntuosos, pero con estilo.
El hombre ha vivido en ciudades rodeado de belleza y armonía. Hasta mediados del siglo XIX ha predominado enormemente la belleza urbana. Desde entonces, sobre todo desde la segunda mitad del XIX, la cosa cambia: por una parte, abandono de la belleza; por otra, cultivo de lo feo, el feísmo. Son dos factores distintos.
Ha habido una obsesión utilitaria, como si la belleza no fuera útil, como si no fuera capital vivir en un ambiente donde los ojos descansen, donde uno se deleite, imagine, proyecte una vida con sentido. En otros casos hay una presión plomiza de prosaísmo que se cierne sobre los habitantes.
Hay ciudades antiguas bellísimas —medievales, romanas, prerromanas— que han crecido. Gran parte se ha construido en el siglo XX, y no se parece en nada a lo originario. Si ustedes toman una ciudad que empezó hace dos mil años o hace quinientos, verán un cambio: antes había continuidad de estilos; dentro de cada estilo, la ciudad conservaba personalidad.
En los últimos decenios se ha perdido el estilo. Uno llega a los barrios nuevos de cualquier ciudad y, si lo llevan con los ojos vendados, no sabe dónde está: si está en Sevilla o en Córdoba o en La Coruña o en Caracas. Esto es desolador. Ha dominado en arquitectura y urbanismo un desdén —a veces un odio— a lo ornamental.
Y, sin embargo, la humanidad ha cultivado el adorno desde la antigüedad: Babilonia, Egipto, hasta hace cuatro días. Esa renuncia ha producido una oleada de monotonía, de falta de imaginación.
Además, las construcciones de los barrios nuevos se parecen porque proceden de ideas abstractas. Antes, el arquitecto —a menudo un maestro de obras— contaba con dos cosas: con los materiales del lugar y con la casa de al lado y la de enfrente. Ahora es frecuente que se use un modelo abstracto —una revista de Finlandia— y se haga en Córdoba una casa pensada para Helsinki.
Hay una pequeña historia de Mariano Pardo de Figueroa, el doctor Thebussem, que vivía en Medina Sidonia: quiso pintar su casa y mandó recado al dueño de la casa de enfrente para preguntarle de qué color le gustaba. El vecino de enfrente la iba a ver todo el tiempo. Ese refinamiento civilizado conmueve: hoy muchas casas se hacen sin tener en cuenta el entorno.
En cambio, cuando en Madrid se “lava la cara” a casas de hace un siglo, que no son maravillas pero tienen estilo, quedan preciosas, y uno dice: “Qué barrios tan bonitos”. Porque tenían estilo, porque correspondían a una forma de vida: uno puede ver qué tipos de vidas y qué tipos de almas habitaban aquellas casas.
Este aspecto es de enorme importancia porque afecta a todos: dónde se vive y cómo se puede proyectar la vida.
Añadan ustedes otro hecho enorme: hasta hace muy poco tiempo, el mundo se componía principalmente de labradores, de agricultores. En Europa y en América, muy principalmente; en otros continentes, casi íntegramente.
Hoy, por razones técnicas y económicas, las máquinas agrícolas necesitan mucha menos mano de obra. Con poca gente se obtienen cosechas enormes. Pero ser agricultor no era solo una profesión: era un estilo de vida, una forma de vida. El campesino vivía de un cierto modo, con una conciencia intensa del azar: de que todo depende de que llueva o no llueva, de la sequía, del granizo, de la inundación. Eso daba una instalación en la vida muy distinta.
Y el equilibrio de las sociedades modernas se ha alterado con el descenso de ese modo de vida.
Incluso dentro del agricultor hay formas distintas: en el norte de España se vive en la aldea o en el caserío; en Castilla o Andalucía se vive en un pueblo —casi ciudad— y se va al campo a trabajar. Eso produce tipos humanos y modos de proyección de la vida profundamente distintos, y, por tanto, coeficientes distintos de lirismo o prosaísmo.
De modo que el lirismo o el prosaísmo de las ciudades depende, en parte igual, de la ciudad misma —cómo está hecha, cómo ha llegado a ser— y del hombre que vive en ella: cómo imagina, cómo se proyecta, o cómo se resigna pasivamente a la monotonía, a la opresión, a la falta de libertad y de imaginación.
Tomen ustedes un día como hoy: gris, oscuro, con niebla, con llovizna. Si ustedes recorren un trozo de ciudad cualquiera, por fea que sea, y ejercen presión con los ojos, aprietan las cosas con la mirada, verán cómo empieza a rezumar algo nuevo: sentido. Y si se proyectan, pueden descubrir en un barrio feo y monótono una posibilidad de lirismo que, de otro modo, no aparece.
El próximo día vamos a hablar de otra potencia humana muy complicada también: el dinero.