Conferencia dictada por Julián Marías dentro del ciclo «Lirismo y prosaísmo en la vida personal y en la historia» (1999-2000).
Hoy vamos a hablar de la convivencia, de las formas de convivir, y de cómo en ellas hay esas dos posibilidades que consideramos en este curso: el lirismo y el prosaísmo.
El punto de partida, naturalmente, es que el hombre es forzosamente conviviente. La convivencia es una condición intrínseca del hombre. Recuerden ustedes el texto del Génesis, a propósito de la creación de la mujer: “No es bueno que el hombre esté solo”. Y aparece la mujer precisamente como compañía. Es decir: Adán debió estar solo muy poco tiempo; enseguida tuvo la compañera, Eva. Y esto, evidentemente, es la condición misma de la vida humana.
Hay una famosa expresión: vae soli, “¡ay del solo!, ¡ay del que está solo!”. Evidentemente, la soledad —que es valiosa, que es preciosa— es la soledad como retracción de la compañía: uno se queda solo, solo de alguien; se queda solo de los demás. Y, por consiguiente, la soledad es secundaria respecto de la compañía, que es primaria.
Y se puede, naturalmente —y esto sí es fundamental—, tener una visión negativa de la compañía. Piensen ustedes en la famosa frase, muy popular, de Hobbes: homo homini lupus, “el hombre es un lobo para el hombre”. Yo pienso, más bien, que homo homini agnus: resulta que el hombre es un cordero para el hombre. Hay una actitud —que me parece muy negativa— de dependencia, de subordinación, de entrega del hombre como cordero al supuesto lobo.
Quizá la fórmula más negativa de todas es la de Sartre: “El infierno son los otros”. Es la interpretación más general y más negativa de la compañía, en definitiva de toda compañía. Creo que es un profundo error, pero, en fin, lo dijo.
Como ven ustedes, es un problema.
Por una parte, la convivencia es condición esencial del hombre. Hay, por ejemplo, un texto de Aristóteles que dice que el hombre no puede estar solo; que para la soledad necesita ser algo más o menos que hombre: o una bestia (thērion) o un dios (theos), pero hombre no. Aristóteles define al hombre de dos maneras: por una parte, la famosa definición tradicional, zōon logon echon, “animal que habla” (animal locuaz), que suele traducirse por “animal racional” —veremos que no es exactamente lo mismo—; y por otra parte dirá politikon zōon, “animal político”, propiamente “animal que vive en la polis, en la ciudad”; es decir, en términos actuales, animal social.
De modo que la soledad sería algo o inferior o superior al hombre: o una bestia o un dios.
Así encontramos la referencia a la convivencia como algo esencial. Pero ya hemos tocado las dos posibilidades: una positiva, cuyos rasgos trataremos de ver, y otra negativa, que considera precisamente que la convivencia es algo penoso, hostil; en definitiva, un mal.
Pero el hecho es que el hombre nace: nace de padre y madre. Es decir: nace de otras personas. Y es esencialmente dependiente.
Hay un hecho fundamental: el hombre nace de una manera totalmente menesterosa. Simplemente no puede vivir solo porque necesita los cuidados de los mayores, de los padres en principio, o de alguien que haga sus veces. Empezando por la alimentación, la ayuda: un niño recién nacido simplemente no puede subsistir; muere abandonado a la soledad. Muere sin más.
Y esto se prolonga durante bastante tiempo.
Siempre resulta conmovedor —y, en fin, aleccionador también— ver el nacimiento de un animal. Por ejemplo, un potrillo, un asnillo, un ternero o un cordero: nacen y, inmediatamente, se ponen sobre sus cuatro patas; empiezan a tener una vida relativamente independiente. Maman —los mamíferos maman de la madre—, pero nada más. En definitiva, desde los primeros minutos, o en todo caso desde los primeros días, tienen una cierta autonomía, una relativa independencia.
En cambio, el hombre no. El hombre, durante años, no puede vivir por su cuenta; no puede vivir solo en absoluto.
Esto parece una tremenda limitación, por supuesto; y, en cierto sentido, lo es. Esa dependencia. Pero al mismo tiempo es la condición precisamente de la realidad humana: esa dependencia, esa forzosa, inevitable convivencia.
Porque resulta que tiene que convivir —de un modo, repito, constante, absolutamente ineludible— por lo menos durante un par de años, en que va recibiendo la transmisión de la realidad por parte de los mayores, de los padres, y luego de otras personas. Pero por lo pronto de los padres.
Y esto hace que sea rigurosamente heredero. Los animales no: los animales no son herederos. Es decir: el animal es siempre un primer animal; reproduce la forma correspondiente a su especie. El hombre no. El hombre recibe una herencia: es forzosamente depositario de lo que son los mayores, que transmiten no solamente lo necesario para vivir, para la subsistencia, sino además la lengua.
El hombre es animal locuaz, animal parlante. Y recibe no solamente el lenguaje, sino una lengua.
No olviden ustedes que hay tres grados, tres estratos —yo lo analicé hace ya mucho tiempo en la Antropología metafísica—: el decir, el lenguaje y la lengua. Hay muchos “decires” que no son lenguaje. El decir humano primario, el más importante, es el lenguaje, que pertenece no ya a la mera condición humana, sino a la estructura empírica de la vida humana.
El hombre tiene un músculo dentro de la boca, que es la lengua, y eso le permite tener lenguaje: una forma de decir particular, enormemente importante, con un gran relieve.
Pero además no termina ahí la historia: hay lenguas. Hay muchas lenguas, innumerables lenguas. Este es un fenómeno evidente y, sin embargo, no explicado, y nada fácil de explicar. Y tengo la impresión de que hay una especie de renuncia a explicarlo, lo cual es también bastante grave.
Se habla en muchas lenguas. Cuando se dice que el hombre es un animal locuaz, no es verdad del todo, porque se habla en una lengua particular: una lengua que es de una cierta comunidad. Puede ser muy grande, en el caso de lo que llamamos lenguas universales, pero la mayor parte de las lenguas han sido lenguas limitadísimas, habladas por comunidades a veces muy pequeñas.
Ha habido muchos millares de lenguas. Todavía existen varios miles: parece que unas cinco mil están censadas. Esto ya es de carácter histórico-social: no pertenece a la condición humana como tal, ni siquiera a la estructura empírica de la vida humana (a la cual pertenece el lenguaje), sino a un tercer nivel: el histórico-social, la lengua.
Pues bien: el niño recibe no solamente el lenguaje, no solamente la capacidad de hablar; recibe una lengua determinada, que le es transmitida en principio por los padres, pero que es de una comunidad dentro de la cual ese lenguaje existe en forma inteligible.
Porque es evidente: si a mí me ponen ahora en mitad de China, yo puedo hablar, sí, pero no me entiende nadie. Barbarus hic ego sum, quia non intellegor ulli, decía Ovidio cuando estaba desterrado en el Ponto Euxino: “Aquí soy un bárbaro porque no me entiende nadie”. Pues ni entiendo ni me entienden, si estoy en una comunidad de una lengua desconocida.
Esa experiencia se puede hacer. Hay países en los cuales uno tiene cierta familiaridad con la lengua —aunque no se sepa— y más o menos se adivina por semejanza con otras lenguas. Yo recuerdo una vez en Estocolmo: me llevó el presidente de la Organización Iberoamericana de Suecia, y había un cartel, así, un poco grande. Yo me quedé mirándolo. No sé sueco, pero le dije: “Diga, por casualidad, ¿ese cartel dice que a los perros hay que llevarlos atados?”. Y me dijo: “Sí, dice eso. ¿Cómo lo ha entendido usted? Hay españoles que llevan aquí tres años y no lo leen”.
Y, bueno, yo desde el alemán y el inglés adiviné lo que era. Pero ya, por ejemplo, con el finlandés no pasa, porque no se parece a nada. Y cuando se parece, es peor: lento posti quiere decir “correo aéreo”, y no…
Y si está uno en un país en que la escritura es ininteligible —como en muchas lenguas de la India o en Japón—, entonces no se puede ni leer: no se puede ni siquiera intentar, porque no se entienden los signos.
Como ven ustedes, la condición locuaz queda limitada a una forma particular de sociedad y, por tanto, de convivencia.
Pero, en todo caso, el niño recibe todo eso, y se forma su persona. La persona se desarrolla, se actualiza, se manifiesta en una convivencia que es personal. Y esto es importante, porque se trata de personas como tales.
El niño está en trato con personas mayores como tales, insisto: los padres, en principio; y si no, puede haber hermanos, abuelos, tíos, etcétera: personas individuales.
Pero hay algo más. He hablado de la lengua. La lengua no es individual: la lengua es un fenómeno social, un fenómeno colectivo. Se habla en una lengua que es la lengua de la comunidad a la cual pertenecen esas personas que van a convivir, por lo pronto, con el niño.
Ahora bien, es curioso: hay una interferencia. Se puede pensar que el hombre individual es solo un hombre, en cierto modo en soledad, y que luego está lo social, lo colectivo, la sociedad como tal. Yo creo que en esto fue Ortega el que lo vio con perfecta claridad. No hay solo vida individual y vida colectiva.
Ortega introdujo un concepto que me parece capital: hay lo individual, lo interindividual y lo social.
Cuando hay varias personas, seguimos en la esfera de lo interindividual: hay individuos como tales, solo que son varios. La convivencia de los amigos, de los amantes, del padre y la madre, de la familia en conjunto… todo eso es interindividual.
Pero hay algo distinto: lo social, lo colectivo. Esto es, en cierto modo, no directamente personal: son los usos, es lo que se hace, es lo que se dice. La lengua es un fenómeno capitalmente social. Lo es también la manera de vestir, las costumbres, lo que se come y cómo se come.
Es decir: hay maneras de convivir definidas por factores sociales.
De modo que tenemos lo individual, lo interindividual —pluralidad de individuos como tales— y lo social.
Y, naturalmente, son dimensiones necesarias. No se puede, sin más, hablar de lo individual y lo social: esa ha sido una tendencia de la sociología que ha dejado fuera esa realidad intermedia, en que se conservan los rasgos de la vida individual: la comunicación, el tener sentido.
La vida individual tiene sentido; la vida interindividual también tiene sentido. La vida colectiva no necesita tenerlo. Los usos no son inteligibles en principio: hay que investigarlos, averiguar cómo son.
Es evidente: hablamos en español, yo estoy hablando en español y nos entendemos justamente porque no somos ninguno autor de esa lengua; porque el español no es de ninguno de nosotros, sino algo que nos preexiste, que usamos; y por eso nos entendemos.
Ahora bien, cada uno lo usa a su manera. Cada uno lo usa con una peculiaridad. El acto de hablar —y no digamos de escribir— es un acto personal, individual. Incluso la voz es variable: nos reconocemos por la voz. Alguien llama a la puerta, pregunto “¿Quién es?”, y muy frecuentemente se contesta “Yo”. No se dice “Fulano de tal”: basta la voz. Se identifica por la voz.
Es decir: hay un elemento personal; y hay un estilo de hablar o de escribir, que es personal, dentro de un uso general que es el uso lingüístico, colectivo.
Pero los usos, en principio, no son inteligibles. ¿Por qué llamamos a la mesa “mesa”? Tendríamos que pensarlo. Bueno: resulta que en latín se decía mensa, y por eso decimos “mesa”. Decimos “luz” porque en latín se decía lux. Decimos “agua” porque en latín se decía aqua. Sí: esto es la etimología. Pero ¿por qué los latinos decían lux, mensa, aqua? Habría que buscar la etimología: tal vez proceden del etrusco, etcétera.
En principio no. En principio no sabemos. La mayor parte de la gente no conoce las etimologías de las palabras: sabe cómo se llaman las cosas, o las funciones vitales; las usa.
Esto no es inteligible. Los usos —la manera de vestir, el saludo— no sabemos por qué. No son inteligibles.
Es decir: el carácter de inteligibilidad, de justificación, de responsabilidad —todo lo propio de la vida humana— en lo colectivo no aparece; o por lo menos no es forzoso, no es necesario.
Ven ustedes, por tanto, cómo nos encontramos con el hecho de la convivencia con tres niveles, tres estratos. Y naturalmente esto tiene, en principio, un carácter positivo.
El hombre nace en una realidad interpersonal, con vínculos profundos que normalmente son de ayuda, de consuelo, de abrigo, de afecto. Esta es la forma capital de convivencia. Puede haber otra, sí, pero esta es la normal, la fundamental, con las excepciones que se quieran.
Y por eso el hombre vive rodeado de personas.
Decimos que el otro, el prójimo, es un alter ego. En realidad, si se apuran las cosas, es al contrario: yo soy un alter tú, porque conozco al tú antes que a mí mismo. El conocimiento de uno mismo es un conocimiento reflejo: no es primario. Si no hubiera más que una persona, no tendría sentido decir “yo”: no se viviría como “yo”. Pero hay el tú; y entonces yo caigo en la cuenta de que yo soy un “otro tú”.
Hay una relación, diríamos, de fraternidad, en principio. Y esa fraternidad tiene un sentido pleno si tenemos un padre común. Este es el problema.
Ustedes tomen la visión cristiana de la realidad: dirá que los hombres somos hermanos. ¿Por qué somos hermanos? Porque somos hijos del mismo Padre. Si no tenemos un padre común, ¿por qué vamos a ser hermanos? No lo somos. La semejanza no es fraternidad. Que seamos semejantes, parecidos, no establece un vínculo. La paternidad sí: la paternidad nos hace hermanos. Esto es capital.
Pero, en todo caso, hay una visión positiva de la convivencia: cada persona convive con otras personas, semejantes y además hermanos; son próximos, prójimos. La palabra prójimo quiere decir el próximo, el cercano, el vecino. Y, en la concepción cristiana, hermano.
Hay convivencia: hay intercambio de palabras. La intimidad personal, la intimidad de cada uno, se expresa, se comunica a los demás. Se recibe la otra intimidad también. Hay una relación de reciprocidad. Hay relaciones positivas de amistad, de amor —el grado más alto—. Y, por consiguiente, esto establece un ambiente, un clima de lirismo de la convivencia.
Esto es capital.
Dirán ustedes: sí, pero no siempre. Por supuesto que no.
Hay relaciones negativas. Es evidente que se puede ver al prójimo como un rival. Y fíjense: esto se da en la vida animal también. Hay luchas entre animales; por ejemplo, la lucha entre machos por disputarse una hembra. En los animales también lo hay.
El hombre puede considerar que el otro no es compañía, sino un estorbo: un rival, un enemigo, a quien hay que eliminar, o por lo menos dejar fuera de juego, o reducir a algo secundario, o dominar. Y eso es la forma negativa de la convivencia.
¿Qué significa esto? Por lo pronto, implica una despersonalización. Es evidente que al rival, al estorbo, al que nos disputa las cosas, no lo vemos como persona. Lo es, a pesar de todo; pero se convierte en enemigo.
Adversus hostem aeterna auctoritas, se decía. Y vae victis: “¡ay de los vencidos!”. No se los trata como personas: son alguien a quien hay que dejar fuera de juego, reducir a la impotencia o eliminar incluso físicamente.
Con lo cual tenemos una forma de convivencia negativa, que consiste primariamente en una despersonalización. No se ve al otro como un alter ego. No es “otro yo”; no me siento respecto de él como “otro tú”. La relación personal se atenúa, o se disipa enteramente. Entonces lo trato como un elemento del cosmos o como una cosa: algo que pierde su carácter propiamente personal.
Esto lleva a un empobrecimiento tremendo. Porque el hombre se crece mediante la convivencia. La convivencia hace que el hombre adquiera una realidad que va mucho más allá de su limitación.
Es evidente que la relación general —para emplear la palabra más abarcadora—, el amor, en cuanto el hombre ama, en cuanto es criatura amorosa, prolonga su vida más allá de sus límites propios. No es solo quien es: se enriquece con la vida de los demás, se proyecta hacia la vida de los demás, la asimila, la hace suya.
Pero cuando se ve al otro como hostil, como rival, como enemigo, se deja de considerarlo persona. Y entonces el hombre se recluye en sí mismo, o en un grupo.
Y en esa medida también el grupo se despersonaliza. Ustedes imaginen cuando se afirma hostilmente, negativamente, de un modo excluyente, un grupo: por ejemplo, un nacionalismo. No la condición nacional, que es enormemente valiosa; no el sentirse perteneciente a una comunidad, que lo es; sino lo excluyente respecto de las demás.
Se reduce el “nosotros”. Puede haber un nosotros inmediato: el de las personas directamente amadas, el de la familia. Puede haber un nosotros que es la comunidad a la cual uno pertenece por vínculos históricos, de lengua, de cualquier tipo. Pero si esto se afirma de un modo excluyente, los demás se convierten en enemigos.
Y esto produce el mayor empobrecimiento que se puede imaginar.
Fíjense ustedes que hay que evitar otro error posible: la convivencia abstracta, que está muy de moda en nuestra época.
Ahora se emplea mucho una palabra que, en principio, se puede usar, pero que a la larga es funesta: la palabra “solidaridad”. Hay palabras que acaban por desvirtuarse y son peligrosas.
Hay gente que tiene un gran interés por países remotos de los cuales no sabe nada; hace cosas benéficas en países de los cuales no tiene la menor idea, que no saben ni dónde están siquiera. Pero a los prójimos, a los próximos, a los que están al lado… esos no interesan. No hay sentimiento favorable ni se procura hacer su vida un poco mejor.
Yo muchas veces he pensado que si cada uno intentara hacer algo felices a unas pocas personas —quizá tres o cuatro—, el mundo marcharía tan divinamente mejor… sería asombroso. Pero esto no pasa.
Hay mucha gente que, cuanto más lejos, mejor; cuanto menos sabe de un país, más se interesa por él, de un modo abstracto. Es decir: no es el próximo, sino el lejano, el lejano desconocido con el cual no hay ningún vínculo real. Porque en definitiva se pierde la conciencia de la fraternidad, justificada por la pertenencia al mismo Padre. Curiosamente, cuanto más se habla del otro hombre lejano y desconocido, más se suele omitir la paternidad.
Entonces queda una vaga semejanza abstracta: cuanto más abstracta, mejor.
Como ven ustedes, son formas de empobrecimiento: formas en que el hombre, lejos de enriquecerse con los otros, lejos de comunicar, se aísla; se aísla en su realidad puramente individual, o en un pequeño núcleo —la familia, por ejemplo—, que a veces funciona como forma de egoísmo: interesa la familia y nada más. O interesa la patria y nada más, sin vínculo de conexión, sin convivencia con otros.
Es decir: falta altruismo real, interés por el otro concreto, compensado con un vago altruismo sin contenido. Y esto engendra prosaísmo: formas de vida enormemente prosaicas.
Mientras que hay un lirismo concreto en la presencia, el conocimiento, el goce del hombre concreto: del hombre a quien podemos imaginar, a quien podemos conocer, con quien nos podemos comunicar, con quien intentamos realmente convivir.
Como ven ustedes, son dos formas enormemente distintas que tienen como base el fenómeno radical, necesario, inevitable, de la convivencia. El hombre convive, quiera o no; y lo hace en cualquier forma: desde el amor —en el sentido más lato de la palabra— hasta la hostilidad, la enemistad, el odio, en su forma más aguda.
Las dos cosas son posibles. Pero el problema está en que una engendra lirismo: engendra emoción, imaginación; se recrean las otras vidas, se las imagina, se las incorpora. Y en la otra se elimina la condición personal: se considera al otro como rival.
Piensen que hay un concepto que está en el Credo, en el símbolo de los Apóstoles: la comunión de los santos. Es curioso que, en la medida en que se habla de “comunidad” todo el tiempo —palabra usada y abusada—, rarísima vez se habla de la comunión de los santos, que sería la forma culminante de la convivencia, trasladada incluso a la otra vida: el sentirse en comunión, en interdependencia, con la esperanza de una convivencia actualizada.
La inversa es la forma negativa: la hostil. La consideración del otro como rival. La rivalidad nace, en su origen, de disputarse las cosas. Empezó, evidentemente, por la disputa de bienes materiales: la comida, el fuego, una choza en que albergarse para evitar el frío. El otro estorba. Y esto se generaliza, se lleva a cosas mucho más complejas, mucho menos directas; a veces no materiales, pero afirmadas con actitud excluyente.
Creo que la clave, precisamente, es lo excluyente.
La convivencia que se nutre de los demás… la razón de que haya lirismo en un caso y prosaísmo en el otro es el uso de la imaginación.
Cuando el hombre convive de una manera positiva, imagina al otro. Piensen que al prójimo lo conocemos no solo perceptivamente: lo conocemos, principalmente, imaginativamente. Ante una persona la tenemos físicamente presente: la vemos, la podemos tocar, la oímos, habla. Sí: todo eso está bien; pero es solamente el punto de partida.
Lo que hacemos con el prójimo es imaginarlo.
No olviden ustedes que la intimidad es inaccesible a la percepción. Partiendo de la percepción visual, auditiva o táctil, podemos imaginar la persona; podemos imaginar su intimidad. Ese hecho fundamental, posible, extraordinario —he insistido muchas veces en él, desde el punto de vista teórico— es la posibilidad de la interpenetración de las personas.
Se contrapone —y es curioso que la expresión lo muestra— a la impenetrabilidad de los cuerpos. En física, desde los manuales más elementales, se habla de la impenetrabilidad de los cuerpos: donde está un cuerpo no está otro. Claro: este está encima de la mesa y la mesa está debajo. No se penetran.
Pero en esa realidad extraña que es la persona, es posible precisamente la interpenetración de las personas. Esta es la forma positiva.
Claro está que la persona puede actuar “blind” frente a los demás, aislándose, repeliendo, y entonces eso desaparece. Pero lo hace perdiendo su propia penetrabilidad: perdiendo un rasgo capital de la condición personal.
Fíjense ustedes que la renuncia a las otras personas como tales significa, hasta donde es posible, una renuncia a la propia condición personal. La despersonalización de los demás acarrea la despersonalización propia.
La personalidad admite grados, como todo lo humano: puede haber mínimos y máximos. Y es evidente que ese grado es correlato del lirismo de la vida o del prosaísmo.
Imaginen ustedes hasta qué punto puede haber variaciones: variaciones personales, individuales, incontables. Si pudiéramos hacer un análisis de la realidad —una especie de análisis espectral de la persona— encontraríamos enormes diferencias.
Pero hay también el carácter colectivo: formas de vida, formas de convivencia, hechas de lirismo o de prosaísmo; hechas de personalización o despersonalización; con grados de realidad personal profundamente distintos. Ustedes pueden comparar diferentes países, o un país en diferentes épocas: puede cambiar, puede tener máximos y mínimos de estas cosas.
Son fenómenos capitales sobre los cuales la atención se fija poco. Rarísimas veces. Y tienen un alcance inmenso.
Es curioso: la atención que el hombre presta a la realidad no tiene mucho que ver con su importancia y con su alcance. Sobre las cosas más importantes, frecuentemente, se resbala. Y, en cambio, se pone la atención —y el análisis, incluso minucioso— sobre aspectos que, a última hora, son poco importantes, poco interesantes.
Yo pienso muchas veces que si el régimen de la atención —que es algo capital— fuera mayor y estuviera dirigido de una manera inteligente, la calidad de la vida tendría un incremento que casi ni podemos imaginar.
Seguiremos la próxima…