Fragmento de conferencia dictada por Julián Marías dentro del ciclo «Lirismo y prosaísmo en la vida personal y en la historia» (1999-2000).
Ustedes recuerdan que habíamos empezado este curso —que se interrumpió, claro, por el seminario, casi recién empezado— y vimos un poco el problema. Se trataba (no lo olviden ustedes) de lo que estamos buscando: la disociación entre dos actitudes, dos instalaciones vitales, que son el lirismo y el prosaísmo.
Recuerdan ustedes cómo yo puse en relación, en la primera de estas lecciones, dos conceptos que me parecen sumamente semejantes y que tienen un parentesco profundo: por una parte, el lirismo; por otra, la idea de ilusión, el concepto de ilusión. Recuerdan ustedes que es algo sobre lo cual no se ha escrito —que yo sepa— más que el pequeño libro que publiqué hace quince años, el Breve tratado de la ilusión, en que examinaba ese hecho tan sorprendente y tan inadvertido —que creo que nadie había reparado en él— del cambio semántico, del sentido etimológico y del sentido tradicional en español y en las demás lenguas.
Por supuesto, el sentido negativo de la palabra ilusión: recuerdan ustedes que, en la época romántica, desde Espronceda, Larra y luego otros autores, e inmediatamente después en la lengua hablada, en la lengua coloquial, y en la prosa también, se produce una transformación semántica: del sentido negativo, del sentido de engaño —incluso de escarnio, de irrisión—, el sentido que se emplea cuando se dice “Eres un iluso”, “No seas iluso”, “No te hagas ilusiones”, al sentido positivo que hoy en español es el más fuerte: “Tengo ilusión por una persona”, “por un viaje”, “por una empresa”, “Estoy ilusionado”, incluso “Vivo ilusionado”.
Ese sentido, que es el más fuerte, ha pasado al español desde entonces; y, repito, es el más fuerte, con un detalle curioso: se emplea más en España que en América. La palabra ilusión, en ese sentido fuerte y nuevo, se emplea en España de modo constante, constantemente, y con un uso amplísimo, literario y hablado. En la lengua hablada en América también, pero menos.
Y tengo una hipótesis que yo quisiera confirmar: como esto aparece hacia 1830 y tantos —es decir, a raíz de la independencia de los países del continente americano, que significaron una cierta ruptura con España, un desinterés, una vuelta más bien hacia Francia—, es posible que la menor atención a lo español y a la literatura justamente que se estaba escribiendo entonces haya hecho que penetrase menos. No es que no haya penetrado, pero con menos fuerza, con menos frecuencia, en los países de Hispanoamérica. Esto es una pura conjetura: es una hipótesis que sería interesante confirmar, pero que yo en este momento no puedo confirmar.
Frente a esta posición del lirismo, de esa forma de instalación en la vida, recuerdan ustedes cómo veíamos que tiene un carácter proyectivo, un carácter programático, un carácter muy intensamente personal: el proyectarse hacia un futuro que es atractivo, que produce ilusión; que es una anticipación desiderativa de algo que no está cumplido, que está abierto, que continúa, que está vuelto hacia el futuro. Recuerdan ustedes todos estos rasgos que descubríamos en la actitud ilusionada, en la actitud que produce el temple lírico, la instalación lírica en la vida.
La actitud opuesta es el prosaísmo. Y esto, naturalmente, afecta a las vidas individuales, a las vidas personales: hay vidas prosaicas. Pero hay también —como ocurre con el lirismo— un reflejo en las formas sociales, en las formas de la vida colectiva. Es decir: hay países o épocas (o, dicho con más rigor, países en algunas épocas) en los cuales predomina el lirismo o bien predomina el prosaísmo.
Pues bien: hay un hecho que me parece enormemente interesante, y es que cabe una visión del mundo prosaica, que es el mundo reducido a cosas. Es un problema delicado desde el punto de vista intelectual, de la propia realidad del mundo, pero que tiene esa resonancia, ese reflejo en el temple de la vida, que es lo que hoy vamos a tocar.
Evidentemente, estamos rodeados de cosas. El mundo está lleno de cosas. Aquí tengo muchas cosas delante; hay otras que están en la habitación y fuera; en el mundo entero. Hay la propensión a creer que el mundo está compuesto de cosas, que consiste en cosas. Incluso se puede pensar que el mundo es una cosa: una gran cosa. Ah: esto no es cierto.
Las cosas están en el mundo; las cosas son cosas del mundo. El mundo no es una cosa, por distintas razones, y una es capital: porque el mundo no es ni siquiera el conjunto de las cosas, sino que es siempre mundo de alguien. El concepto de mundo, para tener plenitud de sentido, es mi mundo. Es, por tanto, el mundo que me pertenece, el mundo en el cual vivo, el escenario de mi vida.
Ese mundo, evidentemente, está lleno de cosas, pero no es una cosa ni se reduce a su mero conjunto, porque precisamente yo pertenezco a ese mundo: es mi mundo. No hay “mundo sin más”, mundo de nadie: eso no existe, no tiene sentido. Mundo es, por tanto, un concepto relativo a mí; y, por consiguiente, evidentemente tiene relación con esa vida que se realiza en el mundo, esa vida que consiste precisamente —y primariamente— en proyectos.
Pero, claro está: el hombre tiene, a veces, una idea del mundo como simplemente un conjunto de cosas, mundo de cosas. Y entonces estas cosas están ahí: las cosas son lo que son; las cosas son reales, tienen una condición, tienen una consistencia determinada; están dadas. Y, por tanto, en ese sentido son datos: no tienen en sí mismas ningún carácter proyectivo.
Soy yo quien tiene proyecto; soy yo quien me proyecto con las cosas, entre las cosas, para ellas, por ellas: las uso. Son recursos para mis proyectos. Pero las cosas no tienen proyectos; las cosas no son ellas mismas proyectivas, sino objeto de mis proyectos.
Ahora bien: si se tiene la idea de que el mundo se reduce a cosas, si el mundo es simplemente cosas, entonces se produce una visión prosaica del mundo, justamente. Esto es interesante, porque entonces, lejos de tener un carácter proyectivo —un carácter, digamos, argumental, dramático— de realidades que son incompletas, imperfectas en el sentido etimológico de la palabra; inseguras, que no terminan, que tienen una proyección al futuro, que son, diríamos, como es mi vida, futurizas… Si esto no ocurre así, entonces desaparece ese carácter y se convierten en cosas, en cierto modo inertes, que no tienen en sí mismas esa función abierta, proyectiva, inconclusa, que nos parecía justamente el carácter típico de la instalación lírica en la vida.
Pues bien: ocurre que el mundo actual —a diferencia de otros mundos—, el mundo actual (naturalmente, no el mundo entero: el mundo en países como el nuestro, los países que se consideran desarrollados, aproximadamente los países occidentales o los países occidentalizados), está lleno de cosas. No todos los países, ni mucho menos.
Estamos tan absolutamente inmersos en este conjunto de cosas que ni nos damos cuenta de ello. Pero si se compara la situación actual con la de cualquier otra época —incluso las muy próximas—, la comparación es extraordinaria.
El mundo está lleno de cosas. Hay un hecho en el cual yo reparé leyendo novelas del siglo pasado, incluso de principios de este, que me sorprendió: la facilidad con que la gente se mudaba de casa. La gente mudaba de casa en cuanto tenía cualquier cambio de familia: aumentaba, nacía un hijo más, por ejemplo; se moría una persona; se mejoraba o se empeoraba la fortuna. Entonces se buscaba un piso más grande, un piso más pequeño, un piso más barato, un piso más caro, más lujoso, en un barrio mejor. Había muchos pisos desocupados; se ponía un albarán (es decir, un papel en el balcón) que indicaba que el piso estaba para alquilar.
La mudanza era sumamente sencilla, porque se tenían muy pocas cosas. Esto aparece en las novelas de Ganivet, en las novelas de Galdós, en las novelas de cualquier autor del siglo pasado, de finales del siglo pasado, hasta comienzos de este, hasta Baroja. Se llamaba a un carro, un carrito, que hacía la mudanza. Frecuentemente hay testimonio de que costaba veinticinco pesetas la mudanza; y el carrito cargaba con las cosas de la casa, que eran muy pocas: había muy pocas cosas.
Ahora, las casas —incluso las casas modestas— están llenas de cosas. Yo me acuerdo cuando hice la mudanza desde el pequeño piso en que vivimos muchos años, desde que nos casamos, hasta el año 59, en que nos mudamos. El piso era muy pequeño; era un piso muy agradable, pero muy pequeño. Y yo recordaba el verso de Lorca, de Antoñito el Camborio, que decía: “Tuvo tres golpes de sangre y se murió de perfil”. Yo, peor: yo vivo de perfil, porque con innumerables libros (no tantos como ahora, pero muchos) y cuatro hijos era difícil vivir.
Me acuerdo de que los que hicieron la mudanza dijeron: “Una mudanza pequeña”. Sí, porque era un piso muy pequeño, realmente. Y eso que la biblioteca se trasladó aparte: los libros fueron trasladados de otra manera y por otras personas.
Pero está todo lleno de cosas. Y estoy seguro de que si ustedes, cuando vuelvan, se dan una vuelta por su casa mirando, estoy absolutamente seguro —yo no he estado en sus casas— de que tienen un incalculable número de cosas. Así se vive.
Piensen ustedes en la tendencia actual a comprar. Yo tengo cierta repulsión: me da una pereza comprar nada, comprar algo. Y cuando veo muchas cosas ya no compro nada. Quizá en una tienda pequeña pueda comprar algo; en los grandes almacenes me voy: tengo una resistencia a comprar.
Pero la gente no. Piensen ustedes en ese fenómeno de las rebajas. Se puede ir al fenómeno del fútbol… Son esos hechos que caracterizan a las épocas: no son cosas muy secundarias, son muy reveladoras. Ese afán de comprar: la gente va y compra, compra lo que sea, dirán ustedes. ¿Por qué? Porque puede. Claro: porque hay muchas cosas, muchas cosas, y dinero para comprarlas. Hay, por una parte, una enorme oferta; por otra parte, una demanda. El hecho es que es un mundo de cosas.
Pero además no solamente se tienen en la casa, no solamente se compran: es que además se están manejando todo el tiempo. Se usan. Todo el mundo está usando los innumerables objetos de la vida: los aparatos. Antes no había aparatos: nada. Había velones o candiles para alumbrarse; luego hubo el gas; después hubo las bombillas de Edison (no crean ustedes: hace relativamente poco, hacia 1880 y tantos, 1890, se empieza a ver la luz eléctrica en Europa; era muy poco). Ahora está todo lleno, y la gente está manejando aparatos todo el tiempo.
Hemos dado un paso reciente: los teléfonos móviles. Ustedes fíjense: ahora casi todo el mundo no ya es que tenga un teléfono móvil, es que lo usa todo el tiempo. Está casi todo el mundo con el aparatito puesto en el oído, hablando con quien sea y diciendo probablemente cosas triviales, sin interés ninguno.
Lo cual quiere decir que las cosas invaden la vida: porque están ahí, porque se adquieren, porque se tienen, porque se almacenan, porque no hay dónde ponerlas, porque se usan todo el día.
Y entonces la última consecuencia, y la más grave, es que casi no se piensa más que en cosas. Yo recuerdo que Ortega, hablando de una familia con la cual estaba ligado por un cierto parentesco, decía: “Es que con ellos no se puede hablar más que de objetos”. Esto le parecía terrible: no se puede hablar más que de objetos. Pues bien: hay mucha gente que no sabe hablar más que de objetos, y que no piensa más que en objetos, en cosas.
Yo creo que les he dicho alguna vez —y si lo he dicho ya, me lo perdonan— que en una enciclopedia importante y excelente, en la cual colaboré con otras muchas personas (algunas muy importantes), encontré con sorpresa que no existía el artículo amor. Me acuerdo que le dije al director, que era un señor mayor, científico y muy buena persona: “Pero ¿cómo no hay un artículo amor en la enciclopedia? Una enciclopedia en veinte tomos o veinticinco…”. Y me dijo: “Ay, pues no sé… pero hágalo usted para el suplemento”. Me tomó por la palabra y lo hice. Y he recibido hace poco una nueva edición, más grande todavía, y lo han pasado al cuerpo: está mi artículo “Amor” en la enciclopedia; está en la A, en el tomo primero.
Pero entonces caí en la cuenta: esto me puso sobre aviso. Y me encontré con que en ninguna enciclopedia reciente hay artículo “amor”. ¿Pero cómo es esto? Porque en todas las enciclopedias antiguas había un artículo “amor”, mejor o peor hecho, desde las ideas dominantes en la época. Recuerdo, por ejemplo, en el maravilloso Diccionario enciclopédico hispano-americano un larguísimo artículo, muy bueno, muy interesante, de fines del siglo XIX. Pero en la Encyclopaedia Britannica, en las ediciones recientes, no hay artículo “amor”; ni hay un artículo “felicidad”; ni hay un artículo “vida”, más que la vida biológica.
¿Por qué? Porque las enciclopedias actuales no hablan más que de cosas. Y el amor no es una cosa; y la felicidad no es una cosa; y la vida humana no es una cosa. Y no aparecen.
Esto, que yo lo descubrí casi por casualidad, me parece simplemente aterrador. Y este es un hecho.
Entonces resulta que, si se ve un mundo de cosas, un mundo reducido a cosas, desaparece ese carácter dramático, argumental, proyectivo, que es el temple en que es posible el lirismo. Y entonces sobreviene una actitud de prosaísmo. Lo cual está conduciendo, claro está, a que la vida en el mundo actual tenga una tentación de prosaísmo.
Es evidente que la vida personal puede tener lirismo, porque cada persona individualmente puede tener interés, puede tener preocupación, atención por algo que no sean cosas: por ejemplo, personas; o las dimensiones de la vida personal que no son cosas. Cada uno de nosotros puede salvarse, puede tener una zona de lirismo en su vida: se puede proyectar respecto de otras personas de una manera lírica. Esto es evidente.
Pero el mundo como tal, en gran parte, es un mundo prosaico, porque es un mundo precisamente de cosas, compuesto de cosas. Esto me parece enormemente importante, y yo creo que esto está condicionando las formas de la vida en un grado extraordinario.
Si ustedes toman el horizonte normal de los actos vitales, hay que tener en cuenta los actos vitales. Piensen ustedes, por ejemplo, lo que hace una persona desde que se despierta. La verdad es que el primer acto de muchas personas consiste en parar un despertador, que es un aparato, una cosa, que está sonando; y se para. De modo que lo primero que hace la mayor parte de la gente, el primer acto vital al empezar la mañana, es justamente parar un aparato, interrumpir el sonido —más o menos agrio— del despertador.
A partir de entonces empieza a poner en juego aparatos: varios aparatos. Hace operaciones, empezando por esa operación que es el aseo, que es tan importante; muy importante. Gracias a lo cual la vida humana ha mejorado enormemente. Una de las cosas capitales que han condicionado la vida en la época reciente… Yo tengo un respeto extraordinario por la fontanería. Sí, sí: por supuesto.
Ustedes piensen que el hombre actual tiene una zona de su vida elemental —muy elemental, pero muy importante— que tiene que ver con las operaciones que se suelen hacer por la mañana, que antes se hacían desigualmente.
Yo recuerdo… Cuando yo vine a Madrid, el año que se hizo el metro (el metro se inauguró en el año 19, que es el año que yo vine a Madrid, a los cinco años), había una primera línea —la línea Sol–Cuatro Caminos, la línea 1—; después se fueron poniendo otras: la línea 2 y la línea 3, que tenían recorridos diferentes. Y yo decía que si a mí me vendaban los ojos y me bajaban al metro, yo decía en qué línea estaba por el olor: porque olían más o menos, mejor o peor. Y yo podía asegurar, con los ojos vendados, en qué línea. Me acuerdo: eran tres, por lo pronto, 1, 2 y 3, y se distinguían.
Esto no pasa ahora. ¿Por qué? Porque el metro huele mucho menos, realmente, y de un modo más homogéneo. Hay menos distancias olfativas sociales, lo cual es importante; es muy importante, creo, y excelente.
¿Y por qué? Pues porque la gente se baña, se lava, se ducha: hacen operaciones que en un grado incomparable con el de hace… En fin: mi vida es larga, pero claro, todo ha acontecido en este siglo XX, que está terminando. (Que tampoco se trata de periodos como la época de las Cruzadas, en que la gente… Bueno.) Pero aquí esto ocurre.
E inmediatamente después no se hace más que usar diferentes aparatos.
Ustedes imaginen también, por ejemplo —sobre todo las mujeres— las operaciones domésticas relacionadas con la casa, con la limpieza de la casa, con la cocina… Ahora son aparatos. Y son maravillosos: yo creo que son absolutamente maravillosos.
Durante mucho tiempo —y yo lo he visto y lo he conocido— se lavaba sobre una tabla, una tabla rugosa, con unas estrías; y allí se frotaba denodadamente, con jabón “Lagarto” y yo qué sé qué estropajos, y la ropa. Y los cacharros, naturalmente, se fregaban con el agua… cuando era corriente. Si van ustedes un poco más atrás, se lavaba en el río, sobre una piedra del río, con muy pocas cosas; sobre todo, con muy pocas cosas: sin aparatos, con esfuerzo, con esfuerzo considerable. El agua era fría. El agua estaba en los ríos, en los arroyos, en las fuentes públicas.
Que hubiera agua en las casas, que hubiera agua en el grifo, que se girara un grifo y saliera agua, es un prodigio reciente, muy reciente. Pero el agua además ahora tiene que estar caliente también: si sale un poco fría, nos quedamos desolados.
Y los aparatos y los cacharros se lavan en un sitio… Eso es maravilloso y es importantísimo.
La gente escribía con pluma de ave: se aprendía a cortar la pluma, naturalmente, y a hacerle la ranura que permitía que la tinta fluyera. Mi padre —que también era del siglo XIX, pero no del XV— aprendió a escribir con plumas de ave. Luego vinieron las plumas de acero, que fueron un gran avance. Después vino la pluma estilográfica, porque antes se mojaba en tintero: por ejemplo, en todos los colegios, las escuelas, había una cosa con un… y allí se mojaba la pluma. Después ya vino el bolígrafo. Después la máquina de escribir. Ahora ya…
Yo parezco de la Edad de Piedra, porque escribo con una máquina eléctrica, y ya me extraña mucha gente: porque yo no tengo ordenador, ni nada parecido, ni internet.
Ustedes imaginen todo lo que está pasando: es una transformación de un mundo de cosas. Pero las cosas, lo que pasa, es que reclaman atención. Hay que tenerlas, hay que buscarlas, hay que comprarlas; se ven en catálogo; se cambia de modelo a cada poco.
Lo cual quiere decir que el único argumento es la sucesión de los modelos de las cosas y de las marcas. Dense cuenta de esto. Me dicen —yo no tengo experiencia directa porque no tengo esa relación directa con mis niños o mis nietos— que los niños exigen ciertas marcas determinadas, que están naturalmente asociadas a la televisión (la televisión, que es otra cosa: otro aparato), que condensa la vida de la gente y que es un objeto más, una cosa más, un objeto más lleno además de adminículos, de vídeos, y yo qué sé.
Dense ustedes cuenta de que se ha producido en poco tiempo, en unos decenios, el cambio de un mundo casi vacío, un mundo con muy pocas cosas… y por supuesto con una riqueza muy limitada, porque el mundo era pobre hasta hace muy poco tiempo. El mundo era pobre. Había ricos, pero el mundo era pobre. Había muy poca riqueza y, por tanto, no se podía ni soñar en comprar aquellas cosas.
Lo cual quiere decir que las cosas tenían un puesto moderado en la vida; que había otras cosas; que las relaciones no eran “en cosas” ni “a través de cosas”, sino que eran relaciones personales.
Ustedes saben, por ejemplo, que actualmente (bueno: “actualmente” quiero decir hasta hace poco tiempo) la gente hablaba principalmente por teléfono. Mis hijos y mis nietos venían a mi casa los domingos. Tengo una nieta encantadora, preciosa, pero su vida es tener un teléfono aplicado al oído y aplicado a la boca. Un día llegó a casa y estuvo tres horas sin interrupción con el teléfono. Esto no es nada extraño: es bastante frecuente. Todos los amigos que tienen hijos o hijas —todavía más hijas— muy jóvenes, experiencia parecida.
Antes, para ver a una persona se decía: “Nos vemos, vamos a vernos”, y se veían en algún momento y hablaban. Ahora es por teléfono. Dirán ustedes que dentro de poco se van a ver con la pequeña televisión aneja al teléfono, o a lo que sea, al internet, o a lo que ustedes quieran.
Pero el hecho es que se interponen entre las personas las cosas, que absorben la atención, el tiempo. La mayor parte de las formas de relación… A muchas personas les extraña, y además se quejan de mí, y dicen que yo enseguida cuelgo el teléfono. Yo lo uso en general para una pequeña comunicación: para un recado, para quedar en algo. No se me ocurre hablar largo por teléfono porque me gusta hablar con las personas viéndolas, en presencia. A veces creen que es mal humor. No: no es mal humor. Es que la pequeña función del teléfono ya ha terminado. Y entonces termino la conversación: la brevísima conversación.
Pero hay mucha gente que vive en, y con, y por, y para —y todas las preposiciones que ustedes quieran— el teléfono. Pero eso ya es pasado: esto es tiempo pasado, porque ya no… Esto es arcaico: dentro de poco el teléfono es una antigualla.
Ven ustedes, por tanto, cómo el problema está en que el espacio físico, el espacio vital y el tiempo vital están siendo ocupados por cosas. Y esto hace que se transforme la estructura de la vida.
Añadan ustedes el lugar en que se trabaja, a larga distancia y a largo tiempo: es decir, el tiempo que se invierte en el desplazamiento.
Yo comenté hace ya muchos años (me parece que fue hacia el año 50) que la jornada de trabajo ha disminuido mucho. Yo recuerdo cuando yo era niño: se discutía y se luchaba por la jornada de ocho horas. Ocho horas, se entiende, seis días: o sea, cuarenta y ocho horas por semana. Esta era la gran reivindicación, y había tumultos, luchas, huelgas, cargas de la policía o de la Guardia Civil. Ahora se habla ya de treinta y cinco horas; ahora se pide treinta y cinco horas semanales en vez de cuarenta y ocho. Uno piensa: “Qué bien; la gente tiene la jornada más corta, y por tanto tiene más tiempo: más tiempo para sí mismo, más tiempo libre, más tiempo para lo que uno quiere hacer, para lo que uno desea”.
No. Porque está el tiempo de nadie: el no man’s time, que es el tiempo que se invierte… ¿en qué? En esperar el teléfono, en ver si la llamada se contesta; en llenar papeles y documentos impresos de todo tipo; en trasladarse de un sitio a otro (no en ir a un sitio que a uno le guste o que le interese: no en viajar, sino en ir de un lugar a otro); en esperar el disco verde (verde que te quiero verde): lo mismo el peatón y el automovilista.
Con lo cual, evidentemente, la jornada real —el tiempo propio, el tiempo libre— probablemente es menor que antes; menor que cuando había una jornada mucho más larga. ¿Por qué? Porque se invierte en cosas. Se pasa dentro del coche luchando con el coche, luchando con un aparato; y con todos los aparatos además que hay que tener en cuenta para poder circular en automóvil.
Como ven ustedes, ha cambiado profundamente la forma de la vida.
Dirán ustedes: “¿Y esto tiene que ver con el lirismo y el prosaísmo?”. Sí: tiene que ver. Tiene que ver porque lo hace menos probable; porque el mundo se convierte en un ámbito prosaico. Y entonces, evidentemente, desaparece ese trato con la realidad hecho fundamentalmente de escasez de todo, y de proyectos, y de deseos.
Piensen ustedes que, en definitiva, la función de desear está muy atrofiada. Es curioso: está atrofiada porque se tienen tantas cosas, son tan fáciles de conseguir, ocupan tanto, reclaman tanta atención, que literalmente el hombre no da abasto.
El deseo, precisamente, tiene el fundamento de un cierto descontento: un cierto descontento, un cierto anhelo, una aspiración. Son todas palabras que se relacionan muy estrechamente con la palabra ilusión y con el lirismo.
Pero si esto desaparece, en gran medida, repito, por la reducción a las cosas, entonces se produce un estado de prosaísmo que destiñe sobre la vida entera.
Adviertan ustedes que yo no estoy hablando mal de las cosas: sería bastante ridículo. Además, las cosas son útiles, son necesarias; muchas han mejorado la vida de una manera increíble. Lo que me parece aterrador es la reducción del mundo a cosas, el creer que el mundo consiste en las cosas que hay en el mundo. Porque el mundo va más allá. El mundo, repito, no es ni siquiera el conjunto de las cosas: es mucho más.
Es el escenario de la vida humana; es el lugar en que se pueden desarrollar, realizar o frustrar nuestros proyectos. Es, por tanto, el carácter —diríamos— incompleto, inacabado, en alguna medida frustrado, hecho de carencias, hecho de deseos que no se realizan o que cuesta esfuerzo realizar; en los cuales se pone empeño, se pone ilusión en conseguirlos.
Piensen ustedes, por ejemplo, en otro aspecto que ha sido también fundamental en la actitud del hombre ante la vida, y en el lirismo: el viaje. El hombre ha tenido la ilusión de viajar. A mí me produce asombro ver cómo los hombres de cualquier época han viajado mucho. Algunos no podían moverse del lugar en que habían nacido, pero los que viajaban, viajaban enormemente, en circunstancias muy difíciles.
Piensen ustedes en el siglo XV, o todavía en el siglo XVII: las gentes que iban a América, que recorrían América, que iban de un continente, del Norte al Sur de América; que viajaban de Europa a América y de América a Europa, a veces muchas veces en la vida, con peligros, con grandes dificultades, con pocos caminos, a caballo o a mula o, a lo sumo, en coche; y en barco de vela, por supuesto. Y viajaban enormemente, y el viaje era la gran ilusión.
Ahora ocurre lo siguiente: todo el mundo viaja. Se anuncian viajes a todas partes. Ustedes saben que, por ejemplo, era tradicional en tiempos muy recientes que los recién casados iban a las Baleares, iban a Mallorca. Ahora los recién casados se van a Tailandia, o se van a Cancún, o se van a Laos —que no saben ni dónde está—: lugares de los cuales no tienen la menor idea, pero hay unas agencias que anuncian esos viajes, y están al alcance de casi todo el mundo, porque todo el mundo tiene mucho dinero… no sé cómo, pero lo tiene.
Y entonces se van. Se van además naturalmente en un avión en que no se ve nada: no se ve nada. Porque ahora menos todavía. Yo recuerdo: yo he volado mucho en aviones de hélice, y entonces se veía el paisaje: se veían las tierras verdosas o áridas, los desiertos, las cordilleras; de vez en cuando se veía la línea de un ferrocarril o una carretera; se veía una ciudad, se veía un volcán… yo qué sé. Ahora, en general, no se ve nada, o nubes si acaso, o se vuela por encima de las nubes: no se ve nada absolutamente.
Es decir: uno sale de aquí y se encuentra en Tailandia sin más, sin transición. Lo cual, naturalmente, disminuye…
Pero claro: en el avión va rodeado de gente con aparatos también; con una bandeja delante, con una comida con salsa (siempre una salsa cuyo destino es acabar en la camisa o en los pantalones: no comprendo por qué). Y con tan poco espacio les dan, por ejemplo, una porción de macarrones con salsa de tomate, yo qué sé, todo muy apretado, naturalmente. Y encima le dan a uno unas revistas y periódicos…
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