Conferencia dictada por Julián Marías dentro del ciclo «Lirismo y prosaísmo en la vida personal y en la historia» (1999-2000).
El problema es el siguiente. Creo que se puede plantear de esta manera.
El niño nace, y ese nacimiento ya es algo realmente muy sorprendente. Yo creo que la aparición del niño significa la aparición de una realidad nueva. Hay que hacer una distinción que me parece capital: por una parte, lo que el niño es, que naturalmente es una realidad derivada del padre y de la madre, y de los antepasados, de los abuelos, y de todas las generaciones anteriores. De esa serie genética que termina en los padres procede el niño que nace. Esto es lo que el niño es.
Pero hay una realidad enteramente distinta: quién es ese niño. Ese niño va a decir “yo”. Va a ser algo irreductible a todo, absolutamente a todo; que se va a enfrentar polarmente con la totalidad de la realidad; que, por tanto, es irreductible.
Es una realidad nueva que aparece, absolutamente nueva, que se añade a lo que había. Si consideramos al padre y a la madre, son dos; el hijo que nace es un tercero: un tercero absolutamente distinto, absolutamente irreductible. Es, por tanto, una innovación radical de realidad.
Esto es lo capital. Esto es el niño que nace en cuanto quién: en cuanto persona.
Lo que es, en cambio, es una realidad natural derivada de otras; no solo de toda la serie genética, sino de los elementos que componen el cosmos: el oxígeno y el hidrógeno y el nitrógeno y el calcio y el carbono y el fósforo, y todo lo demás. Pero eso es independiente del quién que el niño es.
Lo cual quiere decir, precisamente, que es una realidad creada. Creación es la aparición de una realidad nueva, de una realidad irreductible.
El problema está —y esto lo he tratado en libros puramente filosóficos— en que, cuando se dice “creación”, se piensa en el creador. El creador no está presente, no está patente. No disponemos de él: habría que buscarlo. Con lo que nos encontramos es con el hecho.
Y no es casual que en algunas lenguas, como en español y en portugués, al niño que ha nacido se le llame “criatura”, criança en portugués: es decir, una realidad contingente, por supuesto —podía no existir, y existe a partir de cierto momento—, pero que es una absoluta innovación, que no se reduce a nada; ni siquiera a Dios, porque ese recién nacido podrá decirle “no” a Dios. Hasta ese punto la cosa es extrema.
Como ven ustedes, este es el planteamiento radical de la cuestión: lo que significa un niño que nace. Naturalmente, después de ese planteamiento del quién como criatura —por tanto como hecho de creación—, el creador, repito, es problemático: habría que buscarlo. No es patente. No podemos partir de él.
Pero el hecho de la creación es irrefragable: es una realidad nueva, una innovación total.
Ahora bien, si nos ponemos ya en el punto de vista del nacimiento tal como aparece, por ejemplo, para los padres: para los padres la aparición de un niño es algo, en cierto modo, prodigioso, asombroso. La frecuencia de este hecho, la habituación y el repertorio de interpretaciones recibidas hacen que olvidemos, en cierto modo, que es asombroso: la aparición de una nueva persona que llega a la existencia y que no estaba en ella.
Este es el punto de partida.
Pero el niño, naturalmente, en su nacimiento es impotente: totalmente impotente. No se puede valer por sí mismo; es absolutamente menesteroso. No puede vivir, no puede subsistir, sin la presencia y la ayuda de las personas mayores: normalmente los padres, pero pueden no serlo.
Son los mayores quienes le prestan todos los recursos que no tiene, aquellos de los que carece. Y entonces empieza el despliegue de esa realidad: el desenvolvimiento, la aparición de las peculiaridades de esa nueva realidad que se va realizando y manifestando en relaciones sumamente interesantes.
Hay hechos biológicos, evidentemente, que son muy significativos. La configuración de la realidad somática humana hace, por ejemplo, que el niño mame, que reciba el alimento de la madre. Y, curiosamente, los pechos están delante.
Si ustedes han visto cualquier animal cuadrúpedo, por ejemplo, las crías maman también, maman de las tetas que vienen del vientre de la madre, y simplemente. En cambio, la mujer tiene al niño en brazos, lo tiene enfrente, le da de mamar y se están mirando: hay una comunicación que ya es personal entre la madre y el niño. La anatomía humana podría ser distinta, pero es así, y es bastante representativo.
Por lo pronto, los padres —o, en general, los adultos, si no son los padres— asisten a la formación de ese niño que ha nacido y que va cambiando. No olviden ustedes que la palabra “niño” es, en cierto modo, analógica: un recién nacido es un niño, un niño de pocos meses es un niño, un niño de dos años es un niño, y así sucesivamente hasta que, en cierto momento, deja de ser niño.
Hay, por tanto, muchos “niños”, a lo largo de las edades: una serie de variedades a las cuales se asiste. Y se va viendo con una especie de gozo.
Es enormemente conmovedor ver cómo surge una realidad nueva, cómo va adquiriendo posibilidades, cómo va poco a poco adquiriendo una cierta autonomía: el momento en que es capaz de ejecutar una serie de acciones vitales; luego, de independizarse un poco más; por ejemplo, de andar, de poder comer por sí mismo.
Habrá recibido el lenguaje porque le hablan, naturalmente; pero podrá hablar, y hablará no solamente “con lenguaje”, sino además en una lengua determinada, la que ha recibido del contexto histórico-social.
Y es gozoso ver crecer.
Pero ese gozo va acompañado intrínsecamente de nostalgia. Los padres se alegran de ver el desarrollo del niño, y sienten melancolía al ver que ya no tiene dos meses, que ya no tiene un año, que ya no tiene tres años. Se alegran, sí; pero hay una especie de melancolía alegre al asistir a ese desarrollo, porque las edades son excluyentes: cuando se tiene una edad, no se tiene otra.
Hay huellas de las pasadas, pero ya no son actuales: desaparecen, van cambiando.
Creo que todo el que tiene experiencia cercana de niños sabe esa nostalgia: una melancolía de que ya no sea un niño pequeño. Y esto se acentúa cuando ya no es niño.
Yo hace poco pensaba: mis hijos, por supuesto, no son niños hace mucho tiempo; mis nietos lo han sido, algunos de ellos, y entre ellos queda una niña: los demás ya no son niños. Todavía queda una niña en la familia, pero dentro de no mucho tiempo tampoco lo será.
Este es un hecho capital.
Yo siempre he pensado —hay un momento en la vida en que se llega a pensar estas cosas— que, en la otra vida, Dios sabrá componerse de manera que las edades no sean excluyentes y se conserven; que se puedan tener. En esta vida no es posible; pero yo espero que en la otra sí, y que todas las edades estén conservadas y recapituladas en la realidad definitiva.
Esto es una sugestión, si se quiere: una propuesta que yo hago a Dios. No se puede saber, no se puede tener seguridad, pero pienso que podría ser, y que Dios sabrá arreglarlo.
Entonces, como ven ustedes, el niño tiene un proceso de transformación: va haciéndose hombre o mujer. Claro: el niño es varón o mujer desde el principio, absolutamente desde el principio. Yo creo que desde la concepción; pero ahí no tenemos comprobación directa inmediata. Desde el nacimiento, por supuesto.
Los caracteres que va manifestando son distintos. Ahora se habla mucho de que es la educación la que introduce un papel masculino o femenino. Yo creo que eso llega después. Antes de que pueda haber nada de eso, yo he encontrado, por ejemplo, con niñas casi recién nacidas que con gran frecuencia son coquetas, o tienen una inconfundible coquetería.
Tienen dos formas de instalación en la vida desde los primeros meses. La diferencia es radical.
Son personas: radicalmente personas. En eso son iguales, absolutamente iguales, en cuanto personas. Pero son varón o mujer, irreductiblemente también.
Y esto tiene una importancia extraordinaria.
Ahora bien: hay un problema muy delicado, que es el problema de lo que ha sido históricamente el niño. ¿Desde cuándo hay niños propiamente?
No siempre. Ustedes piensen que en ciertas culturas, en ciertas fases históricas o en ciertos países, no hay una conciencia clara del niño. El niño es una realidad destinada a ser un adulto: un hombre o una mujer. Y esto es capital.
Y, en consecuencia, había prisa por que el niño dejara de ser niño. Es decir: no se le ha reconocido al niño una sustantividad propia: la de ser niño.
Acabo de decir que “niño” es una palabra analógica: hay muy diversas variedades de niños según las edades. Los libros recientes de psicología o de tratamiento de la infancia tienen conciencia clara de esto y, por ejemplo, publican libros para el niño hasta los dos años, o de los dos a los cinco, etcétera.
Hay perfecta conciencia de que no es lo mismo un niño de seis meses que uno de dos años, o uno de ocho años.
Pero esto no siempre se ha visto así.
Ha habido, por diversas razones —a veces utilitarias—, una especie de prisa: considerar al niño como algo que no es un hombre todavía, como una especie de hombre imperfecto, un conato de hombre o de mujer.
En cambio, hay un factor —resultado de una civilización más compleja y más certera— que es la complacencia en el niño. En nuestras épocas, y no solo en las nuestras, y en grupos sociales determinados, existe esa complacencia: el niño es una realidad valiosa por sí misma, valiosa en cuanto es niño, y en sus variedades. Y entonces hay una participación activa en ello.
El trato con el niño —por lo pronto el de sus padres, y otras personas— es esencial. Piensen en el valor que han tenido en la familia tradicional los abuelos, los tíos, los primos, etcétera. Pero hablo de padre y madre como lo primario y más próximo.
Hay un cuidado, una atención. Los padres no solo han engendrado al niño: no solo son autores de su existencia como tal; además contribuyen a su realización.
Y aquí aparece este hecho: los padres no pueden hacer al niño. El niño está ahí: es él. Tiene una total autonomía; es irreductible. Pero lo que pueden hacer los padres es ayudarlo a ser. No hacerlo, sino ayudarlo a ser. Y darle compañía.
No olviden ustedes que la soledad no es humana: la soledad es imposible para el hombre. Y, fundamentalmente, el niño —que empieza por una absoluta necesidad de compañía, de ser protegido, alimentado, abrigado— sigue necesitando compañía.
Y de ahí viene su formación: desde la lengua a todos los demás usos que le son comunicados, injertados, inyectados por la sociedad en que vive, empezando por la familia próxima.
Es decir: la función de los padres no es hacer al niño —no lo pueden hacer—, sino ayudarlo a ser y darle compañía.
En cierto modo, el hijo es suyo; en algún sentido, es de los padres. Pero el niño propiamente es de sí mismo: es de sí propio. Y, por tanto, la ayuda es ayuda a la realidad de alguien que, a última hora, es ajeno.
Todo esto no ha sido claro a lo largo de la historia; no se ve claro en todas las culturas. Pero si se examina de cerca el tipo de realidad del niño y lo que significa su desarrollo, se ve que es así.
Ahora, por ejemplo, se subraya un concepto: los “derechos del niño”. La palabra “derecho” se abusa mucho. Cuando se habla de “derechos humanos”, yo digo: “¿Es que hay otros? No conozco otros”. Y cuando se habla de “derechos de los animales”… Los animales no tienen derechos: tenemos deberes para con los animales. Que es otra cosa.
Tenemos deberes también para con las cosas. Yo no tengo derecho a incendiar esta mesa; la mesa no tiene derechos, pero yo tengo el deber de cuidarla, de no estropearla. Con los animales, lo mismo. Y con el niño, por supuesto: el niño tiene derechos, en cuanto es persona; pero al principio no los ejerce, porque no es sui iuris. Y los mayores tienen deberes para con él, incluso el deber de velar por sus futuros derechos.
Hay una interacción entre derechos y deberes muy delicada, pero hoy se olvida el concepto de deber y se habla de derechos de un modo abusivo y vago. Y, sin embargo, son una pareja inseparable.
Como ven ustedes, la aparición del niño, su largo desarrollo, su formación, es algo capital porque permite que el hombre sea una realidad incomparablemente más compleja y más perfecta que los animales. Los animales no son herederos; el hombre es heredero.
El hombre recibe de la sociedad en que ha nacido y se ha formado una inmensa cantidad de realidades: desde las posibilidades de subsistir hasta la lengua, las interpretaciones de la realidad, las vigencias, los usos sociales.
Y los mayores, los adultos, son en cierto modo administradores de esa realidad que se le proporciona —a veces se le niega, a veces se le escamotea, a veces se le violenta— al niño. Por eso el concepto de responsabilidad es sumamente grande: administrar esa formación.
Hoy hay una tendencia —que yo encuentro funesta— a decir: “El niño debe hacer lo que le dé la gana”. Pero “lo que le dé la gana” no es suyo: no es todavía sui iuris. La responsabilidad implica orientar, regir, informar, mandar.
La idea de que el servicio es simplemente un servicio de abajo arriba es un sofisma pavoroso que está cruzando el mundo.
Ustedes imaginen que están viajando en un avión y el piloto, por el altavoz, se dirige a los viajeros y les dice: “Por favor, díganme ustedes cómo quieren ir: ¿a qué altura? ¿a qué velocidad? ¿qué temperatura?”. Yo me bajo del avión si puedo. No puedo, desgraciadamente, pero me bajaría.
El servicio del piloto consiste en mandar, en disponer cómo va a ser el vuelo. En la marina se decía: “El capitán es el amo después de Dios”. Es perfectamente justo: tiene el deber de mandar, de dirigir, de tomar decisiones.
Imaginen ustedes que están en el quirófano y el cirujano, con el bisturí en la mano, les dice: “Bueno, ¿y qué hago? ¿por dónde le corto?”. Son situaciones extremas, pero cuando son menos extremas se admiten como moneda corriente. Y no debería ser así.
La responsabilidad respecto de los niños es cuidarlos y ejercer sobre ellos una orientación: procurar que no se corten con un cuchillo, que no se quemen con el fuego, que no se lancen por un precipicio. También procurar que no caigan en errores, que no se desvíen, que no tengan una conducta perniciosa, porque todavía no tienen la capacidad de decisión que tendrán; y hay que hacer que puedan tenerla.
Ahora bien: hay una cosa que está pasando y que me parece funesta. Hay tendencias pedagógicas de moda que consisten en que los niños —algo mayores— pueden hacer lo que quieran. Y, por ejemplo, que hablen como quieran, que escriban como quieran; que la ortografía… “¡Qué pecado!”. Que escriban como quieran.
Esto me parece un crimen, literalmente, porque hay desigualdades sociales. No es lo mismo nacer en una familia cultivada —donde se habla bien, se escribe bien, hay libros y se lee— que nacer en una familia donde esto no ocurre: donde se habla de un modo más imperfecto, se escribe mal o no se escribe, no se lee ni se habla de lo que dicen los libros.
Esto es un hecho real.
Y la función de la escuela es remediar hasta donde sea posible esa desigualdad; establecer, si no igualdad —que no es posible—, una cierta semejanza de oportunidades. Pero lo que se hace con esas tendencias es perpetuar la desigualdad: perpetuar la inferioridad de quienes no han tenido la suerte de nacer en un medio más fácil.
Esto es sumamente importante.
Pero hay algo todavía más delicado. El niño va aprendiendo a ser adulto; va aprendiendo a ser varón o mujer. La manera normal de nacer —la normal a lo largo de los milenios— es nacer de un padre y una madre: un varón y una mujer. Esto está ya muy alterado, como saben ustedes.
Lo que está pasando ante nuestros ojos es sumamente importante. Pero, en definitiva, ocurre lo siguiente: los niños, mientras son niños, tienen delante dos modelos humanos: un varón y una mujer. Y esas dos formas de vida humana las tienen presentes. Reciben estímulos, ejemplos, modelos.
Podrán proyectarse con una cierta actitud imitativa respecto del padre si son hijos, o respecto de la madre si son hijas; sin contar con la influencia del otro, que también es parte fundamental de la formación. Pero, en todo caso, tienen los dos modelos presentes.
Puede haber excepciones: siempre las ha habido. Niños que han perdido pronto al padre, a la madre o a ambos. Son situaciones anormales, que se pueden suplir solo de un modo deficiente. Pero lo normal, lo adecuado, lo propio de la formación del niño es la presencia de las dos formas de la vida humana.
Pues bien: hay un problema, y es que esto empieza a no ser seguro. No digo que sea lo más frecuente —todavía lo es—, pero hay casos ya tan abundantes que hay que tenerlos en cuenta: niños sin padre, con madre; a veces varios hijos de varios padres ausentes.
Y entonces la formación del niño —lo que tiene ante los ojos, su proyección, su imaginación, su invención de lo que va a ser— es deficiente, mutilada.
Los modelos pueden no ser especialmente afortunados incluso cuando existen los dos; la realidad es imperfecta. Pero hay una pauta normal general, que es la presencia de los dos modelos.
Y esto enlaza con lo que les decía: el niño, desde que nace, es varón o mujer. La idea de que la educación inyecta unas formas —eso que ahora llaman, con una palabra horrible, “roles”, cuando siempre se ha dicho “papeles”— llega después. Antes hay una condición originaria.
Pero, claro, los modelos están delante de los ojos y de ahí parte la proyección, la imaginación que el niño va a hacer de su propia vida.
No olviden ustedes que al niño, cuando es algo mayor, se le pregunta: “¿Tú qué quieres ser?”. En español se emplea el verbo “ser” para indicar la profesión; en otras lenguas se pregunta “¿qué quieres hacer?”. En español se piensa que eso va con constituir el tipo de realidad: lo que uno es.
Y el niño dirá: “Quiero ser químico”, “quiero ser ingeniero”, “quiero ser sacerdote”, “labrador”, “revolucionario”… lo que quieran ustedes.
Conozco un caso: una persona —murió hace mucho tiempo— a la que, cuando era niño, le preguntaban “¿Qué quieres ser?”, y decía: “Catedrático de química biológica de la Facultad de Farmacia de Granada”. Lo gracioso es que lo fue. Eso decía con ocho o diez años. Al parecer tenía un pariente muy al tanto de la administración y sabía que, cuando el niño pudiera doctorarse, iba a quedar vacante esa cátedra. Y lo fue.
Pero, en definitiva, el proyecto vital no se reduce a la profesión. Si a uno le preguntan qué quiere ser, la única respuesta adecuada sería: “Quiero ser yo”. No solo una profesión, sino otras muchas cosas que no son fáciles de formular.
Pero hay un valor capital de proyección personal, y esto requiere imaginación.
Al niño se le ofrecen modelos: primero por la presencia de los padres o de las personas que lo rodean; después por la enseñanza, por lo que lee, por los cuentos. Se le presentan modelos humanos, de vida, masculinos y femeninos.
Y es muy importante ver cuál es ese horizonte que se le presenta: qué tiene el niño delante para poder elegir, para poder imaginar. Porque luego será por su cuenta: el que dice “quiero ser médico” no se trata de ser médico en abstracto, sino de ser una forma concreta de médico, la idea que se forja con algunos modelos.
Y lo mismo con ser mujer: hay muchos tipos de mujer, muchas formas de ser mujer. La niña se proyecta en una dirección u otra, porque no solo están los papeles sociales, sino los contenidos íntimos de esa condición femenina.
Como ven ustedes, es un problema delicado y complejo.
Ahora bien, si ustedes toman la perspectiva que estoy ensayando hoy —respeto a la realidad, imaginación de la realidad del niño, de su origen, de su condición; la diferencia entre lo que es y quién es; el problema de la formación; la necesidad de conservar, en formas distintas, lo que se ha ido siendo—, entonces aparece un concepto importante: la recapitulación.
Yo hablo muchas veces del concepto de recapitulación de la vida. En el caso del viejo, los años finales, si hay lucidez, son primariamente la recapitulación de la vida entera. Pero no se empieza con la vejez: se va produciendo una recapitulación año tras año.
El niño de ocho años, el niño de diez años, recapitula espontáneamente sus años anteriores. Por eso se insiste ahora —con plena razón— en la importancia extraordinaria de la primera fase de la vida: los primeros años, incluso los primeros meses.
Y hay algo que me preocupa mucho: la tendencia actual —justificada por mil motivos económicos, de trabajo, de trabajo profesional de la mujer— de que los niños vayan a una escuela, en sentido lato, desde los dos o tres años.
Se justifica, tiene muchos motivos. Pero es inquietante.
Es inquietante porque se pasa de relaciones estrictamente personales —que ayudan a la personalización del niño— a vivir en un mundo colectivo: normas, reglas, usos, vigencias. Esto puede estar muy bien, ayuda a la convivencia social; pero ¿qué pasa con el proceso de personalización?
Como es un fenómeno reciente, hará falta esperar. Habrá que ver cómo son, cuando tengan veinte o veinticinco años, esos niños que han ido a la guardería desde los dos o tres.
Probablemente serán distintos. Mejores o peores, no lo sé. Quizá mejores y peores. Pero no lo sabemos.
Y será menester esperar, porque es reciente, a que lleguen en número suficiente a los veinte o veinticinco para saber el resultado de esa innovación de las formas sociales.
Lo que me preocupa es que no se piense en ello, que no se tenga en cuenta la dificultad, los inconvenientes; que no se procure compensarlos. Podría haber compensación si se tuviera clara conciencia y se pensara cómo compensar, cómo reducir inconvenientes. Pero tengo la impresión de que no se hace, o solo excepcionalmente.
Ahora bien, el niño como tal —si lo vemos como una realidad admirable, como un prodigio, algo que produce deslumbramiento, algo que nos obliga a participar activamente en la formación de personas, es decir, en ayudar a que sean personas y tengan un cierto grado de perfección que haga posible una cierta dosis de felicidad— se convierte en una realidad enormemente valiosa.
Parece maravilloso que haya niños. Rara vez se piensa en esto: el hecho de que haya niños.
Y el problema que se está planteando en gran parte del mundo, en Europa entera, es que empieza a no haber niños, a haber apenas niños. A mí esto me parece sencillamente pavoroso.
Ustedes saben —es muy sabido— que la caída del Imperio romano comenzó cuando las mujeres romanas no tenían hijos, cada vez menos. Fue decayendo la sociedad romana; fueron apareciendo, ejerciendo presión, los bárbaros: los que no hablaban latín, los ajenos, los distintos.
Esa penetración no es un Atila a caballo. Fue una penetración por inmigración, por sustitución: los romanos que no había por los bárbaros que sí había. Hay un momento en Roma en que casi toda la gente importante son bárbaros: los generales que mandaban las legiones. No es que invadieran: eran ellos quienes impedían invasiones de otros bárbaros.
Esto es la cuestión. Y esto es lo que puede ocurrir.
Yo hace ya bastante tiempo escribí un artículo titulado “Hermanos”, en que señalaba —y no estaba la cosa tan agudizada— que no había casi hermanos: que las parejas españolas y, en general, europeas no tenían hijos, o tenían uno, y por tanto no había hermanos.
Y decía: mientras se habla todo el tiempo de fraternidad, la realidad de la fraternidad se está extinguiendo. Nadie va a saber qué es fraternidad: qué es tener un hermano o una hermana.
Esta es la cuestión.
Y esto es otro ingrediente de la formación del niño. El niño, en principio, no es un niño solo. Es un niño que procede del padre y la madre en lo que tiene de realidad, no en el quién; y además suele estar acompañado de hermanos, unos mayores y otros menores.
Y es interesante cómo los mayores son un gran instrumento de la formación de los pequeños. Hablamos de los padres, y es una simplificación. A los niños los forman los padres, por supuesto, los abuelos si se quiere, los tíos… y los hermanos mayores.
Todo el que ha tenido varios hijos conoce la avidez del pequeño por lo que yo llamaba “incorporarse a filas”: incorporarse a los mayores, participar de ellos, ser como ellos.
Ese ha sido el procedimiento normal, históricamente milenario, el único, de la formación de esa realidad.
Y entonces, si vemos así el mundo, la existencia del niño es una de las mayores fuentes de lirismo de la vida. Es lo que llena de emoción, de poesía, de sentimientos, de imaginación.
Porque el niño tiene que imaginar el mundo; pero nosotros, los que ya no somos niños, tenemos que imaginar al niño.
El próximo día veremos la otra cara de la cuestión: la posibilidad de ver al niño como una dificultad, la visión prosaica del niño.